Tenis interplanetario
Ron enderezó el entramado de cuerdas formado por treinta y cuatro haces
de luz azul-violácea fosforescente que cruzaba el aro de su raqueta de aleación
de acrílico. Guardó la llavecita de sección cuadrada, de un metal blanco y
opaco, que había usado para realizar la delicada operación. El encordado sufría
pequeños desplazamientos cada vez que utilizaba mucho movimiento rotatorio en
la ejecución de los golpes; su preferido era el revés con slice, que le permitía un tiro profundo que rebotaba en los
planetas más alejados de la cancha.
Se preparó para recibir el servicio de su rival, a quien podía ver por
el monitor del casco espacial (no todas las atmósferas de los planetas que
conformaban la cancha eran respirables para su especie). Iba perdiendo dos
juegos a uno en el tercer, y definitivo set.
Era un partido difícil. Sentía, además, la presión que ejercía sobre él la
responsabilidad de estar representando a su sistema.
Los catorce dedos de la mano del brazo derecho-derecho (tenía dos de
cada lado del cuerpo y uno en la espalda que sólo usaba para graduar las
perillas de los tanques de nitrógeno, que era lo que respiraba) aferraban la
empuñadura, forrada con un fino entramado de algas grises, de la raqueta. Las
seis piernas levemente flexionadas hacían que su cuerpo (si se le podía llamar
así a esa maraña de pelos verdes) oscilara en un suave vaivén, manteniéndolo en
un estado de tensión.
Stephan, que así se llamaba su rival, hizo rebotar la pequeña pelota
amarilla y afelpada, cruzada por una cicatriz en forma de símbolo de Yin y Yang, tres veces contra el suelo
arcilloso. Esta acción, que comenzó siendo el hábito neurótico de algunos
jugadores brillantes, se había convertido en parte del juego: debía llevarse a
cabo o el servicio era anulado.
Stephan tenía un servicio poderoso, Ron lo sabía, y era difícil prever a
cuál de los seis planetas que conformaban el sector de recepción de su lado de
la cancha lo enviaría. Ron sabía que Stephan los prefería abiertos, con mucho
efecto, sobre el planeta del extremo derecho, en el límite del sector. El
efecto hacía que la pelota rebotara hacia afuera de la cancha, a una zona
inhóspita del espacio, desde donde era casi imposible devolverla.
Pero no fue así. Por fortuna para Ron, Stephan forzó demasiado el primer
servicio, que quedó colgado de la red (un cordón gaseoso que cruzaba el espacio
y dividía la cancha en dos). Un chico azul, en una pequeña y veloz nave
unipersonal, retiró rápidamente la pelota. Sólo podía haber una en el campo de
juego: las reglas lo indicaban así.
Esto era bueno para Ron ya que el segundo servicio de Stephan no podría
ser tan poderoso, ni tan arriesgado. De todos modos las manos de Ron
transpiraban un líquido amarillo que hacía que la empuñadura de la raqueta
perdiera firmeza. Lo peor era la espera.
Stephan dio media vuelta hacia atrás y miró a las dos jóvenes que le
ofrecían, desde los planetas de las esquinas de la cancha, una pelota para el
próximo servicio. Con un gesto mínimo de la cabeza señaló a la muchacha de la
derecha, que enseguida le lanzó la pelota que tenía preparada en la mano de un
único brazo, largo y poderoso, ubicado en medio de una maraña de alas
multicolores. La pelota dibujó una curva suave y rebotó justo delante de
Stephan, que la atrapó con un gesto automático.
Stephan la sostuvo en la palma de la mano izquierda, a la altura de los
ojos. La superficie espejada de la visera impedía ver cuántos tenía, aunque
tratándose un jugador profesional de primer nivel, como lo era él,
presumiblemente más de cinco. Parado de ese modo, con la pelota en una mano y
la otra apoyada en la cintura sosteniendo la raqueta como si fuera una espada
envainada, parecía un actor recitándole una exótica versión del monólogo de Hamlet a una saludable calavera con
aspecto de Pac-man tridimensional.
En la parte superior del casco se abrió una tapa de la que surgió un
extraño artefacto, lleno de lentes intercambiables de distintos tamaños y
colores, que parecía un microscopio antiguo. Un brazo extensible articulado
llevó el aparato hacia adelante y lo hizo descender hasta que un extremo quedó
a la altura de los ojos de Stephan. Éste acercó la pelota con cuidado al otro
extremo y observó detenidamente.
Los distintos cristales le permitían ver el interior de la pelota,
conocer la presión con exactitud, analizar la fibra de felpa que la recubría en
busca de imperfecciones, saber el peso exacto y hasta tener una evaluación
caracterológica, ya que era bien sabido que existían pelotas ganadoras,
perdedoras y neutras por naturaleza.
Finalmente, un dispositivo especial, ubicado en la parte inferior de la
visera de su casco, le permitió a Stephan extraer dos lenguas verdes y
brillantes, como los tentáculos de una medusa, que palparon delicadamente la
superficie de la pelota. Para algunos jugadores, este tipo de comprobación
intuitiva era más importante que el dictamen del equipo más sofisticado. Ellos,
como los actores y los caudillos, se regían por extrañas cábalas personales a
las que atribuían una importancia superlativa.
El análisis exhaustivo de la pelota reveló algo que a Stephan le pareció
inaceptable porque la devolvió con un gesto de desagrado, como si fuera un
plato de comida en mal estado. Enseguida pidió otra, esta vez a la joven de la
izquierda. La nueva pelota fue inmediatamente aprobada. Este procedimiento de
selección podía extenderse indefinidamente, interrumpiendo el ritmo del juego,
y era el recurso utilizado por algunos jugadores para alargar innecesariamente
partidos que estaban perdidos. Por eso la aprobación de la nueva pelota fue
recibida por los espectadores con una cerrada ovación que hizo temblar a las
galaxias próximas al estadio.
Stephan tomó nuevamente su posición en la cancha. Se perfiló sobre la
línea del fondo teniendo el cuidado de no pisarla. Miró a Ron por el monitor de
su casco rojo. Sacudió varias veces el hombro para despegar la manga del traje
espacial de su piel transpirada. Hizo rebotar la pequeña pelota afelpada, de
amarillo Yin y Yang, tres veces,
reglamentariamente, sobre la superficie rojiza. Y se dispuso a ejecutar el
segundo servicio.
El brazo izquierdo de Stephan se elevó en el aire, los siete dedos de la
mano se abrieron como los pétalos de una extraña flor, y la pelota salió
flotando hacia arriba grácilmente, como una mariposa gorda y amarilla que
acababa de libar. El brazo derecho (él tenía sólo tres, contando el de la
espalda que, como Ron, también usaba para ajustar los tubos de respiración
—butano en su caso) se extendió hacia atrás en un arco abierto. En la mano
derecha pendulaba la raqueta. Ésta comenzó a subir y, en el momento en que la
pelota llegaba al punto más alto de su trayectoria y parecía flotar por un instante
inmóvil en el aire, la golpeó violentamente, haciendo vibrar las luces celestes
del encordado, que se confundieron en un llamativo borroneo vibratorio.
La pelota salió despedida a una velocidad increíble. Al mismo tiempo,
Ron pegó un salto en dirección a los planetas del centro. Se perfiló, adelantó
el hombro derecho-derecho, y llevó hacia arriba y hacia atrás la cabeza de la
raqueta. Debía responder con un golpe de revés (su golpe preferido), ya que la
pelota había rebotado sobre el planeta del límite izquierdo del sector de
recepción. Pero no lo logró.
El tiro venía demasiado rápido y la pelota golpeó contra la parte
superior del marco de la raqueta, saliendo disparada hacia arriba (arriba, claro está, es sólo un modo
relativo de indicar la dirección que tomó la pelota). La pelota no sólo salió
del espacio físico de la cancha, sino también del tiempo en el que estaban
jugando el partido. Ya no volvería. Algún espectador, seguramente de otro
sistema y probablemente de un tiempo futuro (la experiencia indicaba que la
mayoría de las pelotas que salían disparadas hacia arriba aparecían en el futuro), la conservaría como recuerdo.
Una voz
profunda, que en los planetas primitivos creían La voz de Dios, vibró sobre el estadio y las galaxias circundantes
y, aguda y distorsionada por la estática, en los auriculares de los cascos de
Ron y de Stephan.
—Quince a cero —dijo.
Ahora Ron debía recibir el servicio en el sector izquierdo. Se encaminó
hacia ese lado de la cancha dando pequeños saltos para aflojar la tensión;
relajó los músculos del cuello mediante un movimiento de rotación de los
hombros (un gesto característico de los oficinistas estresados); y trató de
recomponer el ánimo y sobreponerse a la frustración, dándose enérgicas palabras
de aliento en su lengua nativa. Era difícil concentrarse mientras el público
del universo continuaba ovacionando el ace
de su rival en una infinita variedad de idiomas que él desconocía.
Fue un partido largo. Ron y sus descendientes (su hijo y su nieta, para
ser precisos) opusieron una tenaz resistencia a los embates de Stephan y los
suyos (dos hijos —uno se luxó un tobillo y debió cederle el puesto a otro— y un
nieto). Finalmente, y como todo lo hacía prever, el equipo de Stephan resultó
vencedor.
De todos modos, fue realmente emotiva la ceremonia en la que, primero el
perdedor y los suyos, y luego el ganador, agradecieron a los organizadores del
torneo y a sus respectivos patrocinadores: el de Ron era un conocido
laboratorio que revitalizaba los fluidos de los deportistas mediante un proceso
de licuado; el de Stephan, una empresa que había logrado adecuar las palomitas
de maíz a los gustos de las especies de todos los sistemas y de todos los
tiempos ¡en un único sabor universal!, y distribuirlas mediante un eficaz
sistema de delivery a la hora del
partido. Por último, ambos bandos elogiaron el espíritu deportivo y la
caballerosidad de sus rivales, saludaron a sus familiares y entrenadores —orgánicos
y artificiales—, y manifestaron el firme deseo de volver, en la siguiente
emisión del evento, para dar su mejor esfuerzo ante un público tan maravilloso.
Douglas Wright
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