martes, 18 de octubre de 2022

Tenis interplanetario

 

Tenis interplanetario

Ron enderezó el entramado de cuerdas formado por treinta y cuatro haces de luz azul-violácea fosforescente que cruzaba el aro de su raqueta de aleación de acrílico. Guardó la llavecita de sección cuadrada, de un metal blanco y opaco, que había usado para realizar la delicada operación. El encordado sufría pequeños desplazamientos cada vez que utilizaba mucho movimiento rotatorio en la ejecución de los golpes; su preferido era el revés con slice, que le permitía un tiro profundo que rebotaba en los planetas más alejados de la cancha.
 
Se preparó para recibir el servicio de su rival, a quien podía ver por el monitor del casco espacial (no todas las atmósferas de los planetas que conformaban la cancha eran respirables para su especie). Iba perdiendo dos juegos a uno en el tercer, y definitivo set. Era un partido difícil. Sentía, además, la presión que ejercía sobre él la responsabilidad de estar representando a su sistema.
 
Los catorce dedos de la mano del brazo derecho-derecho (tenía dos de cada lado del cuerpo y uno en la espalda que sólo usaba para graduar las perillas de los tanques de nitrógeno, que era lo que respiraba) aferraban la empuñadura, forrada con un fino entramado de algas grises, de la raqueta. Las seis piernas levemente flexionadas hacían que su cuerpo (si se le podía llamar así a esa maraña de pelos verdes) oscilara en un suave vaivén, manteniéndolo en un estado de tensión.
 
Stephan, que así se llamaba su rival, hizo rebotar la pequeña pelota amarilla y afelpada, cruzada por una cicatriz en forma de símbolo de Yin y Yang, tres veces contra el suelo arcilloso. Esta acción, que comenzó siendo el hábito neurótico de algunos jugadores brillantes, se había convertido en parte del juego: debía llevarse a cabo o el servicio era anulado.
 
Stephan tenía un servicio poderoso, Ron lo sabía, y era difícil prever a cuál de los seis planetas que conformaban el sector de recepción de su lado de la cancha lo enviaría. Ron sabía que Stephan los prefería abiertos, con mucho efecto, sobre el planeta del extremo derecho, en el límite del sector. El efecto hacía que la pelota rebotara hacia afuera de la cancha, a una zona inhóspita del espacio, desde donde era casi imposible devolverla.
 
Pero no fue así. Por fortuna para Ron, Stephan forzó demasiado el primer servicio, que quedó colgado de la red (un cordón gaseoso que cruzaba el espacio y dividía la cancha en dos). Un chico azul, en una pequeña y veloz nave unipersonal, retiró rápidamente la pelota. Sólo podía haber una en el campo de juego: las reglas lo indicaban así.
 
Esto era bueno para Ron ya que el segundo servicio de Stephan no podría ser tan poderoso, ni tan arriesgado. De todos modos las manos de Ron transpiraban un líquido amarillo que hacía que la empuñadura de la raqueta perdiera firmeza. Lo peor era la espera.
 
Stephan dio media vuelta hacia atrás y miró a las dos jóvenes que le ofrecían, desde los planetas de las esquinas de la cancha, una pelota para el próximo servicio. Con un gesto mínimo de la cabeza señaló a la muchacha de la derecha, que enseguida le lanzó la pelota que tenía preparada en la mano de un único brazo, largo y poderoso, ubicado en medio de una maraña de alas multicolores. La pelota dibujó una curva suave y rebotó justo delante de Stephan, que la atrapó con un gesto automático.
 
Stephan la sostuvo en la palma de la mano izquierda, a la altura de los ojos. La superficie espejada de la visera impedía ver cuántos tenía, aunque tratándose un jugador profesional de primer nivel, como lo era él, presumiblemente más de cinco. Parado de ese modo, con la pelota en una mano y la otra apoyada en la cintura sosteniendo la raqueta como si fuera una espada envainada, parecía un actor recitándole una exótica versión del monólogo de Hamlet a una saludable calavera con aspecto de Pac-man tridimensional.
 
En la parte superior del casco se abrió una tapa de la que surgió un extraño artefacto, lleno de lentes intercambiables de distintos tamaños y colores, que parecía un microscopio antiguo. Un brazo extensible articulado llevó el aparato hacia adelante y lo hizo descender hasta que un extremo quedó a la altura de los ojos de Stephan. Éste acercó la pelota con cuidado al otro extremo y observó detenidamente.
 
Los distintos cristales le permitían ver el interior de la pelota, conocer la presión con exactitud, analizar la fibra de felpa que la recubría en busca de imperfecciones, saber el peso exacto y hasta tener una evaluación caracterológica, ya que era bien sabido que existían pelotas ganadoras, perdedoras y neutras por naturaleza.
 
Finalmente, un dispositivo especial, ubicado en la parte inferior de la visera de su casco, le permitió a Stephan extraer dos lenguas verdes y brillantes, como los tentáculos de una medusa, que palparon delicadamente la superficie de la pelota. Para algunos jugadores, este tipo de comprobación intuitiva era más importante que el dictamen del equipo más sofisticado. Ellos, como los actores y los caudillos, se regían por extrañas cábalas personales a las que atribuían una importancia superlativa.
 
El análisis exhaustivo de la pelota reveló algo que a Stephan le pareció inaceptable porque la devolvió con un gesto de desagrado, como si fuera un plato de comida en mal estado. Enseguida pidió otra, esta vez a la joven de la izquierda. La nueva pelota fue inmediatamente aprobada. Este procedimiento de selección podía extenderse indefinidamente, interrumpiendo el ritmo del juego, y era el recurso utilizado por algunos jugadores para alargar innecesariamente partidos que estaban perdidos. Por eso la aprobación de la nueva pelota fue recibida por los espectadores con una cerrada ovación que hizo temblar a las galaxias próximas al estadio.
 
Stephan tomó nuevamente su posición en la cancha. Se perfiló sobre la línea del fondo teniendo el cuidado de no pisarla. Miró a Ron por el monitor de su casco rojo. Sacudió varias veces el hombro para despegar la manga del traje espacial de su piel transpirada. Hizo rebotar la pequeña pelota afelpada, de amarillo Yin y Yang, tres veces, reglamentariamente, sobre la superficie rojiza. Y se dispuso a ejecutar el segundo servicio.
 
El brazo izquierdo de Stephan se elevó en el aire, los siete dedos de la mano se abrieron como los pétalos de una extraña flor, y la pelota salió flotando hacia arriba grácilmente, como una mariposa gorda y amarilla que acababa de libar. El brazo derecho (él tenía sólo tres, contando el de la espalda que, como Ron, también usaba para ajustar los tubos de respiración —butano en su caso) se extendió hacia atrás en un arco abierto. En la mano derecha pendulaba la raqueta. Ésta comenzó a subir y, en el momento en que la pelota llegaba al punto más alto de su trayectoria y parecía flotar por un instante inmóvil en el aire, la golpeó violentamente, haciendo vibrar las luces celestes del encordado, que se confundieron en un llamativo borroneo vibratorio.
 
La pelota salió despedida a una velocidad increíble. Al mismo tiempo, Ron pegó un salto en dirección a los planetas del centro. Se perfiló, adelantó el hombro derecho-derecho, y llevó hacia arriba y hacia atrás la cabeza de la raqueta. Debía responder con un golpe de revés (su golpe preferido), ya que la pelota había rebotado sobre el planeta del límite izquierdo del sector de recepción. Pero no lo logró.
 
El tiro venía demasiado rápido y la pelota golpeó contra la parte superior del marco de la raqueta, saliendo disparada hacia arriba (arriba, claro está, es sólo un modo relativo de indicar la dirección que tomó la pelota). La pelota no sólo salió del espacio físico de la cancha, sino también del tiempo en el que estaban jugando el partido. Ya no volvería. Algún espectador, seguramente de otro sistema y probablemente de un tiempo futuro (la experiencia indicaba que la mayoría de las pelotas que salían disparadas hacia arriba aparecían en el futuro), la conservaría como recuerdo.
 
Una voz profunda, que en los planetas primitivos creían La voz de Dios, vibró sobre el estadio y las galaxias circundantes y, aguda y distorsionada por la estática, en los auriculares de los cascos de Ron y de Stephan.
 
—Quince a cero —dijo.
 
Ahora Ron debía recibir el servicio en el sector izquierdo. Se encaminó hacia ese lado de la cancha dando pequeños saltos para aflojar la tensión; relajó los músculos del cuello mediante un movimiento de rotación de los hombros (un gesto característico de los oficinistas estresados); y trató de recomponer el ánimo y sobreponerse a la frustración, dándose enérgicas palabras de aliento en su lengua nativa. Era difícil concentrarse mientras el público del universo continuaba ovacionando el ace de su rival en una infinita variedad de idiomas que él desconocía.
 
Fue un partido largo. Ron y sus descendientes (su hijo y su nieta, para ser precisos) opusieron una tenaz resistencia a los embates de Stephan y los suyos (dos hijos —uno se luxó un tobillo y debió cederle el puesto a otro— y un nieto). Finalmente, y como todo lo hacía prever, el equipo de Stephan resultó vencedor.
 
De todos modos, fue realmente emotiva la ceremonia en la que, primero el perdedor y los suyos, y luego el ganador, agradecieron a los organizadores del torneo y a sus respectivos patrocinadores: el de Ron era un conocido laboratorio que revitalizaba los fluidos de los deportistas mediante un proceso de licuado; el de Stephan, una empresa que había logrado adecuar las palomitas de maíz a los gustos de las especies de todos los sistemas y de todos los tiempos ¡en un único sabor universal!, y distribuirlas mediante un eficaz sistema de delivery a la hora del partido. Por último, ambos bandos elogiaron el espíritu deportivo y la caballerosidad de sus rivales, saludaron a sus familiares y entrenadores —orgánicos y artificiales—, y manifestaron el firme deseo de volver, en la siguiente emisión del evento, para dar su mejor esfuerzo ante un público tan maravilloso. 
 
Douglas Wright
 

lunes, 17 de octubre de 2022

Un labrador de raquetas

 
Un labrador de raquetas 
 
Un labrador de raquetas,
cultivador de pelotas,
tejedor de redes nuevas,
remendador de las rotas.
 
Matemático rarísimo,
“quince-treinta, treinta-iguales”
—se ve que no había tenis
en la Grecia del tal Tales.
 
Labrador de campos-canchas
con surcos hechos de flejes,
cultivador de voleas,
de derechas y reveses.
 
Un labrador de raquetas,
cultivador de pelotas
amarillas, afelpadas
—de esas que andan en mi alma,
que por mi alma rebotan. 
 
El Jardinero Mágico




domingo, 16 de octubre de 2022

Un frontón de soledad

 

 
 
Aquella época de mi vida —de mis 10 a mis 12 años, en Tucumán— fue también una de soledad.
 
Venía de Santa Fe, adonde habían quedado todos mis amiguitos.
 
Cursé 4to Grado en una escuela, y 5to en otra, así que no llegué a hacerme de nuevos amigos en Tucumán.
 
El frontón al que iba a practicar con mi raquetita era un lugar alejado, solitario —un poco el reflejo, supongo, de mi soledad interior, esa que me ha acompañado toda mi vida.
 
El frontón de Amambay, en el Parque Sarmiento, me reencontró con aquél frontón de mi niñez —y con aquella soledad.
 
  
Un frontón de soledad 
 
Tenis, raqueta y pelota,
y el frontón de mi niñez,
están conmigo, a mi lado,
están conmigo, otra vez.
 
Tenis, raqueta y pelota,
y un frontón de soledad,
me vuelven a aquellos tiempos,
me vuelven a aquella edad. 
 
Douglas Wright




El Cielo es una pelota

 


El Cielo es una pelota 
 
El Cielo es una pelota,
una pelota amarilla
—una gran cancha de tenis,
una que no tiene límites,
una que no tiene orillas.
 
Con pelotas siempre nuevas,
con raquetas de repuesto,
con encordados flamantes,
con bebidas y refrescos.
 
Una cancha interminable
—como una cancha infinita—
hecha de felpa amarilla,
hecha de felpa pareja,
hecha de felpa cortita.
 
Donde nadie es ganador,
donde nadie es perdedor,
¡y el que juega con más ganas
es el mejor jugador!
 
El Cielo es una pelota,
como una pelota-cancha
—una pelota-planeta
que flota entre las estrellas,
que flota entre las galaxias. 
 
Douglas Wright



sábado, 15 de octubre de 2022

Derrotado, una y otra y otra vez

 
Derrotado, una y otra y otra vez 
 
Derrotado, una y otra
y otra vez, por el frontón,
me retiro victorioso
por haberlo yo intentado
—sin el menor desencanto 
digo, sin desilusión.
 
Una y otra y otra y otra
y otra vez soy derrotado
por el frontón imbatible
—ese rival de cemento,
ese rival compañero,
siempre ahí, del otro lado.
 
El frontón es imbatible,
el mejor devolvedor,
pero yo soy incansable
en mi afán incontenible
—qué digo, inconmensurable—
de ser mejor jugador. 
 
Douglas Wright




Yo tengo mi Wimbledón

 
Yo tengo mi Wimbledón 
 
Aquí, en mi propio barrio,
yo tengo mi Wimbledón
—entre un público de álamos
que me aplauden con sus hojas
está mi propio frontón.
 
Aquí, en mi propio barrio,
muy cerquita de mi casa,
yo tengo mi Wimbledón
—tengo mi propio frontón
donde yo vuelvo a ser niño,
donde el tiempo es eterno,
donde el tiempo nunca pasa. 
 
El viejo Now




Tenis, temporada 2022

 
Tenis, temporada 2022
 
Despacito (¡ojo con la espalda!) empezamos, este año, la temporada de tenis.
 
¿Torneos, campeonatos, competencias?..., nada de eso: un poquito de frontón.
 
Y entonces, con los álamos acompañándome con el ruidito de sus hojas, vuelvo a tener 10-12 años, como en Tucumán.
 
Tucumán
 
De mis 10 a mis 12 años viví en la ciudad de Tucumán. Me habían “enseñado” a jugar al tenis unos años antes, cuando vivía en Santa Fe, pero creo que “aprendí” a jugar en Tucumán.
 
Digo “aprendí” porque creo que fue ahí, y entonces, que lo hice mío al tenis (aunque yo no lo sabía entonces —como tampoco conocía la diferencia entre enseñar y aprender).
 
Allí se realizaba el “Torneo 9 de Julio”, uno que tenía importancia nacional, y al que venían a competir los mejores jugadores de aquella época (a comienzos de los años ’60).
 
Las canchas de polvo de ladrillo estaban escarchadas por la mañana, y los jugadores debían esperar hasta que el sol derritiera la escarcha para poder empezar. (El olor a polvo de ladrillo húmedo debe estar en mí, ahí, justo al lado del aroma a café con leche…)
 
Las raquetas blancas
 
Yo, que tenía una raquetita de madera marrón, los veía llegar con sus bolsos repletos de raquetas blancas.
 
¡Ah, cómo quería yo una raqueta blanca!
 
Mi papá usaba una Maxply-Dunlop, que era muy buena, y que tenía los gajos de madera laminada a la vista… ¡pero yo quería una raqueta blanca!
 
Era la época en que todo era blanco en el tenis: las remeras (Fred Perry o Lacoste), los pantaloncitos (shorts) para los varones, y las polleritas tableadas para las mujeres, los pulóveres sin mangas (con apenas dos rayitas, una azul y una roja, en el borde del escote), las zapatillas mullidas, esponjosas (con suela de crepe) y las medias (también con las rayitas de color). ¡Ah, sí, las pelotas, por supuesto, eran blancas también!
 
Las raquetas blancas que recuerdo eran la Wilson, la Slazenger y la Donnay. Yo estaba enamorado (no se me ocurre otra palabra) de la Donnay (probablemente porque me gustaba el jugador que la usaba).
 
El frontón
 
El frontón estaba al final de una serie de canchas (lo que a mis 10-12 años me parecía como medio kilómetro), en medio de una especie de monte salvaje (al menos así me lo parecía a mí).
 
El club estaba ubicado en medio de un parque inmenso y una parte estaba en estado silvestre, el frontón lindaba con uno de esos sectores. (De hecho, cada tanto, el encargado del mantenimiento de las canchas aparecía con la piel de una  víbora en la punta de un palito.)
 
Y ahí iba yo, con mi raquetita, a emular los tiros de los jugadores que había visto.
 
Amambay
 
Redescubrí mi frontón en Amambay, en el Parque Sarmiento (uno que está, ¡oh, casualidad!, al lado de un montecito).
 
Y, no importa el color de mi raqueta, parado ahí vuelvo a tener 10-12 años. 
 
Douglas Wright




lunes, 10 de octubre de 2022

Revoloteando allí afuera

 
Revoloteando allí afuera 
 
Cuando yo lo miro al fresno
plantado allí en la vereda,
siento que no estoy adentro
—aquí, detrás de mis ojos,
adentro de mi cabeza—
sino que yo estoy flotando
en derredor de las hojas,
en derredor de las ramas,
revoloteando allí afuera.
 
Cuando yo lo miro al fresno
—digo, lo miro de veras—,
mi mente, toda, es el fresno
—mi mente, toda, las hojas,
mi mente, toda, las ramas,
mi mente, toda, ese tronco
plantado allí en la vereda.
 
Cuando uno aprende a mirar
—a mirar de esta manera—,
el afuera es el adentro
o, por decirlo mejor:
¡no hay afuera y no hay adentro,
no hay adentro y no hay afuera!
 
El viejo Now




La casa: ¡olor a café!

 
La casa: ¡olor a café! 
 
Me desperté, anoté un sueño, y bajé a prepararme un café (un café con leche intenso, cremoso, sabroso).
 
Subía por las escaleras un fuerte olor a café. “La casa: ¡olor a café!”, sonó en mi mente.
 
Tal vez la sensación que tuve, estando todavía un poco “del otro lado”, fue la de que el olor a café, el aroma del café (que flotaba en la casa y subía por las escaleras) era un aroma que tenía algo “del otro lado” también.
 
Un aroma del mundo de la vigilia y también un aroma del mundo de los sueños.
 
Y la sensación que tuve (la vivencia) fue no la de que en la casa había un fuerte olor a café sino la de que la casa “era” olor a café. (No algo agregado sino algo intrínseco.)
 
Los recuerdos (las vivencias) que nos acompañan (y nos acompañarán, tal vez) no son los pensamientos abstractos sino, al parecer, las imágenes (visuales, auditivas, olfativas…). 
 
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La casa: ¡olor a café! 
 
La casa: ¡olor a café!,
el café de la mañana,
un aroma misterioso
venido de no sé dónde,
tal vez de mundos distantes,
tal vez de tierras lejanas.
 
Un aroma misterioso
sube por las escaleras
y se mete aquí en mi cama,
y se mete aquí en mi pieza.
 
La casa: ¡olor a café!,
el olor que me acompaña
en ese tránsito lento
desde el mundo de los sueños
al mundo de la vigilia,
la vigilia cotidiana.
 
Un aroma de este mundo
pero también de otro mundo,
ese mundo de los sueños
donde a menudo me hundo.
 
La casa: ¡olor a café!,
un aroma que me envuelve,
entra al mundo de mis sueños
y después, muy de a poquito,
me acompaña de regreso,
flotando conmigo vuelve. 
 
El viejo Now




viernes, 7 de octubre de 2022

Cigarrito


Cigarrito
  
Esta es, supongo, la primera canción que escribí
(en la época en que andaba en "No Sabemos"
—con Nano, Gerardo, Robert y Richard) y que
ahora rescaté y terminé.
 
Tristona, tal vez, pero así
me sentía entonces.
 
 

jueves, 6 de octubre de 2022

Un paisaje natural

 
Un paisaje natural 
 
Un paisaje natural,
con una flor en el centro
y soles por todos lados,
con nubes a ras del suelo
y, en el cielo, las ventanas,
los balcones, los tejados.
 
Un cielo que es como un mar
donde flotan pececitos;
un mar que es un cielo azul
lleno de globos brillantes, 
de abejas, de mariposas,
de aviones, de pajaritos.
 
Un suelo como una alfombra
llena de arbolitos verdes,
de montecitos y bosques,
y unos campitos sembrados
que llegan al horizonte 
donde la vista se pierde.
 
Un paisaje natural
que parece fantasía,
donde todo es livianito,
donde todo anda flotando
como en un cielo de ensueño,
donde todo es alegría.
 
Douglas Wright



miércoles, 5 de octubre de 2022

Un paisaje natural - Poesía leída

 
Otro experimentito producto
de estar sin la computadora
y aprendiendo a manejar el celular
(esta vez, probando la grabadora de voz).
 
Un paisaje natural
 
Un paisaje natural,
con una flor en el centro
y soles por todos lados,
con nubes a ras del suelo
y, en el cielo, las ventanas,
los balcones, los tejados.
 
Un cielo que es como un mar
donde flotan pececitos;
un mar que es un cielo azul
lleno de globos brillantes, 
de abejas, de mariposas,
de aviones, de pajaritos.
 
Un suelo como una alfombra
llena de arbolitos verdes,
de montecitos y bosques,
y unos campitos sembrados
que llegan al horizonte 
donde la vista se pierde.
 
Un paisaje natural
que parece fantasía,
donde todo es livianito,
donde todo anda flotando
como en un cielo de ensueño,
donde todo es alegría.
 
Douglas Wright
 
 

lunes, 3 de octubre de 2022

Quien comparta mi colchón

 
Quien comparta mi colchón 
 
Quien comparta mi colchón
ha de aprender a volar,
volar al anochecer,
¡ah, volar al despertar!
 
Compartir el indagar
más que el sabido saber,
compartir un ignorar
con unas ganas enormes,
con unas ganas inmensas
de ver y de conocer.
 
Quien comparta mi colchón
ha de compartir mis sueños,
irracionales, ilógicos,
esos que no tienen dueño.
 
Compartir esa inquietud
que cosquillea y que pica,
esa inquietud innombrable,
esa inquietud insondable
de ver y de conocer,
¡ah, que todo lo salpica!
 
Quien comparta mi colchón
ha de ser mi compañera,
mi compañera del alma,
mi compañera de mente,
compañera pasajera,
compañera intemporal
de esta vida y de otras vidas,
de esta existencia y de otras,
compañera colchonera,
¡compañera verdadera! 
 
El viejo Now




El lago, agua del cielo

 
El lago, agua del cielo 
 
El lago, agua del cielo,
igual que un cielo aquí abajo,
un cielo como un espejo
de otro cielo más distante,
de otro cielo más lejano.
 
El lago, agua del cielo,
un cielo donde mirarnos
en la quietud de las aguas,
en las ondas y brillitos,
en los reflejos plateados.
 
El lago, agua del cielo,
como un cielo aquí en la tierra,
uno que cada mañana
se despierta con el sol,
uno que duerme de noche
reflejando las estrellas. 
 
Douglas Wright




domingo, 2 de octubre de 2022

Unas nubes enruladas

 
Unas nubes enruladas
 
(Acerca de las nubes que vi en un sueño) 
 
Estoy frente a una ruta nocturna, solitaria.

 
Miro hacia arriba y veo un cielo negro, limpio, con una luna redonda, chiquita.
 
Lo mismo ocurre de nuevo, por segunda vez. Ruta, noche, cielo, luna.
 
La tercera vez miro hacia un lado y hacia el otro de la ruta (para ver si viene alguien, algún vehículo) y, al mirar hacia arriba, veo un cielo lleno de nubes enruladas, como la piel de una oveja.
 
 
Unas nubes enruladas 
 
Unas nubes enruladas,
como la piel de una oveja,
como pelotas de lana,
se amontonan en el cielo
en la noche sin estrellas.
 
Una luna, apenitas,
se distingue por detrás,
como una nube que brilla,
una nubecita apenas,
una nubecita más.
 
Unas nubes enruladas,
como la piel de un cordero,
vellones de lana oscura,
se apretujan en la noche,
se apretujan en el cielo.
 
¡La noche de las ovejas,
la noche de los corderos!,
el cielo parece un mar,
un mar de olas oscuras
hechas de lana y de cuero. 
 
Douglas Wright




sábado, 1 de octubre de 2022

April Come She Will


April Come She Will
  
Y para terminar esta aventura
de aprender a manejar el celular
(y así poder editar y publicar
mis escritos y dibujos): una canción.
 
Una versión mínima
(grabada en el celular)
de “April Come She Will”,
de Paul Simon.
 
(Aquella que escuché por primera vez
en la película “El graduado”, y que
revolotea en mi cabecita desde entonces.)
 
Una cancioncita de tres estrofas,
sin estribillo, que te deja siempre
con las ganas de escucharla de vuelta.