Autorretrato sin la oreja cortada
Y, ya que
estamos con van Gogh (mi querido van Gogh), aquí va un autorretrato que tiene
algo del “espíritu” de los suyos, diría. (Modestamente, y salvando todas las
diferencias, claro está.)
Yo tendría
unos 36 años, calculo (la misma edad que tenía él cuando se pegó un tiro, ahora
que lo pienso), y nos habíamos mudado a un PH antiguo, con un patio central y,
como se usaba antes, un hallcito de entrada, con un gran ventanal que daba al
patio.
Era un sábado
por la mañana, según recuerdo, y no tenía que ir a trabajar. Me senté en el
sillón de caña junto al ventanal, donde había muy buena luz natural.
Nunca tengo
un plan o un propósito predeterminado a la hora de encarar un autorretrato.
Solo unas ganas (o una necesidad, tal vez) que van apareciendo (vaya a saber
uno de dónde) y, si la cosa se pone interesante, las ganas y la energía van
creciendo.
Y también surge
una lucha (una tensión, digamos) entre lo que se podría llamar la calidad del
dibujo (los trazos, el estilo, la expresividad), y el parecido físico.
Además, también,
se da una tensión entre “lo que soy” (lo que veo en el espejo, lo que el espejo
me muestra) y lo que “creo ser” (más aún: “lo que me gustaría ser”). ¡Todo un
tema! (¡Y toda una exploración!)
(Una tensión,
una lucha, una pugna, una pulseada… entre lo exterior y lo interior.)
En este
empecé, en un momento, a luchar con uno de los lados (¡cáspita, el lado en
sombra!). Había algo ahí que no me gustaba, no me convencía, no me satisfacía
y, como trabajo en blanco y negro, puedo tapar con témpera blanca lo que no me
gusta, y seguir trabajando encima.
Así fue que
terminé “pizzicateando” con el pincel (una herramienta inusual en mí) esos
brillitos concéntricos en un efecto medio vangoghiano (no buscado, para nada
deliberado).
En fin… aquí
ando, a mis 72 (¡2 veces 36!), todavía dibujando, todavía escribiendo, todavía
explorando.
Douglas
Wright
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