viernes, 14 de marzo de 2014

7. El caso de la modelo atemporal o las consecuencias de tener poros





7. El caso de la modelo atemporal o las consecuencias de tener poros


Mientras la gente “importante” —políticos y potentados— escucha las palabras de despedida del presidente a su viejo amigo fallecido —un potentado de gran influencia política—, Peter Sellers (Chauncey Gardiner) camina sobre las aguas del lago contiguo al cementerio.

(“Desde el jardín” —Being There)


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Caminando por la vereda


      Así caminaba Phil Martin por las calles de L.A. No porque caminara sobre el agua —ya que lo hacía por las veredas sucias de papeles, envases de gaseosas y restos de comida chatarra— sino porque estaba “en su mundo” (en su propio jardín, pensaba él).
      En los afiches publicitarios que acompañaban su caminata, una mujer de edad indefinida (atemporal, pensaba Phil) anunciaba algo que él no conocía. (Había visto muchas veces el rostro sonriente —con una sonrisa atemporal, también— de aquella modelo, que luego se había convertido en actriz, y que ya era un “personaje importante” de la vida social y cultural de Las Anguilas —¡eso era!, pensaba Phil: su sonrisa era brillante como las anguilas, y tan irreal como ellas en la ciudad que llevaba su nombre.)
      Al comienzo de su carrera —y de la de Phil— ella había anunciado cosas que Phil conocía —jabón o champú, por ejemplo. Con el tiempo —ese tiempo atemporal de la publicidad— y con los años —que pasaron para Phil pero no para la mujer— los afiches callejeros —en los que ella se iba volviendo cada vez más rubia, primero, y platinada, después— anunciaban cosas que Phil no conocía, que Phil no reconocía, que Phil des-conocía. (Productos que no le interesaban, tal vez. Servicios que no le servían, quizás.)

   
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Televisores para polillas encandiladas
      
   
      Le pasaba lo mismo con los televisores encendidos por todos lados: ya no entendía de qué hablaban (y muchas veces no entendía el lenguaje en el que hablaban —tan lleno de palabras y conceptos que él no comprendía, y que ya no tenía ganas de comprender). (En esos futuros imaginados —tipo “Gran Hermano” de Orwell, por ejemplo— los televisores omnipresentes eran obligatorios; en el caso de L.A., la cosa parecía ser voluntaria —“con una voluntad de polilla encandilada”, pensaba Phil.)
      A Phil le parecía que las personas ya tenían una especie de velo en los ojos —como una pequeña pantalla, tal vez— que hacía que vieran el mundo como en un monitor de televisión o como en un afiche publicitario. (La TV y los afiches eran una especie de recordatorio, nada más, pensaba Phil; cada uno estaba enchufado —vivía enchufado— a su propio monitor.)

   
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Arrugas y poros
      
   
      Además, ya nadie tenía poros, pensaba Phil —en las fotos de los afiches publicitarios, por ejemplo, o en las tapas de las revistas. Primero habían empezado disimulando las arrugas, luego eliminándolas por completo —a tal punto que alguien podía tener las manos de una persona de 70 y el rostro de una de 30—, y luego habían eliminado hasta los poros. En las fotos de los afiches y en las tapas de las revistas todos tenían ese aspecto de muñeco de cera o de personaje animado por computadora.
      Nadie tenía poros salvo aquellos que Phil se cruzaba por la calle, o los que estaban sentados en los bares —o atendiendo los mostradores de negocios que tenían afiches sin poros en la vidriera. Es decir, todo lo demás tenía poros en L.A.: las veredas tenían poros, su gabardina tenía poros —además de algunos agujeros de bala—, las gaviotas que volaban sobre la playa sucia —¿buscando anguilas, tal vez?— tenían poros (y también tenían poros los árboles del “Parque del Sauce” —aquél de “Las botas del botánico y el aspecto positivo de la deshidratación”—, las nubes del cielo de la costa y, por supuesto, Glenda). Y Phil pensaba —por pensar nomás— que era por esos poros que respiraba la vida de L.A.

   
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Epílogo
      
   
      “La vida tiene poros”, pensó Phil —antes de encender un “Dromedar” y sentarse en una de las escalinatas que bajaban a la playa.
      Acababa de rechazar un caso. La mujer del afiche (la modelo atemporal) quería contratarlo para que encontrara a su hija, que había huido de su casa en el Barrio Alto de “Las Anguilas Hills”.
      Al parecer, a la chica se le había caído el velo de los ojos (esa especie de pantallita que le hacía ver el mundo como en un afiche publicitario) y, durante el desayuno —a plena luz del sol de la mañana—, había visto los poros de su madre.  
   
         
      Douglas Wright


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