2. El caso de la mujer des-aparecida y las ventajas de la comida casera
—El que escribió estas notas está totalmente chiflado— opina la doctora Chase Meridian luego de examinar los acertijos que le muestra Bruce Wayne.
—¿Chiflado? ¿Es ése un término técnico?— pregunta Bruce con ironía.
—Es posible que el paciente sufra de un síndrome obsesivo con probable tendencia homicida. ¿Le parece mejor así?— responde Chase.
—Entonces, lo que usted quiere decir es que el tipo está totalmente chiflado.
—Exactamente.
(Nicole Kidman y Val Kilmer en “Batman Forever”)
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Soñando pensamientos
Soñando pensamientos
Phil Martin estaba sentado en una de las tantas sucias y descuidadas playas de L.A., la electrificante ciudad costera de Las Anguilas. (Sí, llevaba puesta su gabardina, como Bogart en el neblinoso final de “Casablanca”.) Con la mirada fija en la línea del horizonte: pensaba. Pensaba que sería lindo estar sentado en una playa, con la gabardina puesta y el sombrero también, mirando la línea del horizonte y pensando... “Uno siempre quiere otra cosa”, reflexionaba, y creía que si uno estaba haciendo algo que le gustaba y lo deseaba como si fuese algo distinto, la satisfacción obtenida era más grande. Phil era —y todavía es— un tipo difícil. Cuántas veces había soñado con ser él mismo, para luego, al comprobar que lo era, sentirse profundamente decepcionado. Así era la vida. Así era Phil. Así era la vida de Phil.
En los últimos tiempos, los casos que había resuelto igualaban en cantidad a los que había rechazado; y los que había abandonado a mitad de camino (como “El caso del cuadro robado...” —aquél de la “ahorcada Margarita”) igualaban en número a los dos anteriores —no resueltos y rechazados— juntos. El lado bueno de todo aquello era que le costaba muy poco trabajo mantener ordenado su archivo.
Una cajonera de lata de color gris-metalizado, con unos puntitos brillantes en la pintura plateada —y que en cada cajón tenía unos pequeños marcos rectangulares como aquellos en los que ponía una etiqueta con su nombre en los cuadernos escolares, pero de metal sucio—, albergaba —entre otras cosas— los casos a los que sí le había dedicado su atención. Las otras cosas eran: un salamín envuelto en una bolsita de nylon arrugada, medio paquete de galletitas integrales sospechoso de verdores mohosos, y una botella de whisky y dos vasos, uno de ellos cachado en la base, donde el vidrio es más grueso (y que eran de esas antigüedades que su madre juntaba y, periódicamente —envueltas en un diario—, le llevaba de regalo “para guardar, no para usar” —pero que Phil usaba igual).
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Pensando sueños
Por su cabeza flotaban algunas melodías a la altura del humo de su infaltable cigarrillo “Dromedar” (que era similar al “Camel” pero con una sola joroba). “My Funny Valentine”, “I’ve Got a Crush On You”, “Making Whoopy”... Este tema, y un vestido rojo percibido al pasar con el rabillo de su ojo y de su mente, le trajeron a la memoria la imagen de Michelle Pfeiffer vestida de rojo —como una Caperucita provocativa—, tendida sobre el piano negro —por su color, y por el color de la música que sonaba en él— de uno de los Baker Boys, mientras cantaba aquella canción: “Making Whoopy”.
“Si a eso se le puede llamar cantar” podrá objetar alguno (entre ellos, el padre de Phil, que estaba radicado en Philadelfia pero escribía notas para el “New York Exquisite Art’s Magazine Review”). Phil respondería (en especial, a su padre) que lo que hacía Michelle era mucho menos que cantar, y, también, que cantar era muchísimo menos que lo que hacía Michelle; cuestión de opiniones, y Phil las tenía. También discrepaba con la propia Pfeiffer que, nominada para el Oscar de ese año, opinaba que no se lo otorgarían sólo por vestirse de rojo y revolcarse encima de un piano. Él pensaba que lo merecía sobradamente, y recordaba muchos filmes (y actores y actrices) olvidables, que lo habían obtenido con mucho menos. O con nada. La película en la que Michelle realizaba aquella pequeña proeza (como lo son las grandes proezas) se llamaba: “The Fabulous Baker Boys”. A Phil le gustaba llamarla: “Los hijos de fabuloso panadero”, lo que era una traducción deliberadamente desatinada (o desatinadamente deliberada).
Phil también disfrutaba haciendo traducciones simultáneas (y cantadas) de los temas de Cole Porter o Irvin Berlin, eligiendo las peores palabras posibles (las tres “p”) en español, para las excepcionalmente buenas letras (lyrics, en inglés) llenas de sabiduría y bondad, de esas canciones. Esto ocurría en la ducha cada vez que, finalmente, decidía bañarse, y en la cocina, preparando alguno de los veinticuatro cafés (sin contar el café con leche del desayuno y el de la merienda) que tomaba por día.
Empezaba a terminar de atardecer y esa última parte del crepúsculo anunciaba que la presencia de la noche ya era inminente, cuando se levantó de la fría roca en la que estaba sentado y empezó a caminar rumbo a su casa por la vereda de la costanera que bordeaba la playa, mirando el revuelo que armaban las gaviotas, que se peleaban, suponía, por un lugar para dormir.
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Todo caso pasado fue mejor
Todo caso pasado fue mejor
Las luces de la “Avenida de La Costa” (en español en el original), que corría paralela a la playa, empezaban a encenderse y se trababan en una lucha sangrienta contra los restos de la claridad del día. Las luces artificiales ganaban siempre. Aquél espectáculo parecía un símbolo del destino de la lucha entre la naturaleza y la civilización, pensó Phil. O tal vez eran sólo luces y él estaba, como siempre, pensando demasiado.
Se detuvo en el camino para picar un bocado. En su departamento, lo único que había en la heladera —si es que todavía funcionaba— era frío. Podría comer gratis en el boliche de Luigi, a quien le había encontrado la esposa desaparecida. (Había “desaparecido” con el proveedor de quesos y embutidos, y “aparecido” setecientos kilómetros al norte, en el Barrio Chino de la ciudad de Los Franciscos.) Luigi iba descontando el precio de las comidas del costo de la investigación que aún no había terminado de pagarle. Este era el tipo de recurso del que Phil echaba mano cada vez que andaba escaso de efectivo, tal como, efectivamente, era el caso en ese momento.
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Peor que el frío de su heladera
Peor que el frío de su heladera
La especialidad de Luigi’s (que así se llamaba el lugar —y al que Luigi mismo, sin necesidad recurrir a una agencia de publicidad, había bautizado en un arranque de creatividad) eran las pastas, y un vino Chianti que le traían de Italy, una localidad del sur de California. Pero Phil ordenó una hamburguesa (en realidad, la pidió “por favor”, como le había enseñado su madre), jugosa, de carne de cordero, en pan de centeno levemente tostado, y un café. Ya aclaramos que Phil era (y todavía es) un tipo difícil.
Mientras comía (el cordero sabía a gato y el pan de centeno —¿centenario?— sabía a viejo) y bebía su café (que estaba sabroso y bien hecho, pero tibio), sentía en la nuca la mirada fría, ardientemente fría, de Madalena, la mujer de Luigi que él había recuperado. El lado de la nuca en el que la mujer recuperada tenía fija la mirada parecía habérsele escarchado.
Una oscura (tal vez debiéramos decir fría) intuición lo llevó a revisar la hamburguesa. Encontró una hoja de afeitar escondida debajo de la salsa ketchup (¿o era su propia sangre?), y un par de tornillos y un trozo de resorte entre la carne picada.
Una vez retirados de su hamburguesa (y devueltos a la cocina con un “disculpen la molestia pero...”, como le había enseñado su madre), Phil terminó la comida, que de todos modos sabía mejor que el frío de su heladera, que pensaba reservar para el postre. Notó, sin embargo, que en el fondo de la taza de café burbujeaba una espuma blanca. No recordaba haberlo pedido con crema.
Fue entonces que sintió que la sonrisa de Madalena le escarchaba el otro lado de la nuca.
Pagó (es decir, no pagó) y se fue.
Debió haberse levantado primero, que es lo que se acostumbra hacer en esos casos, pero no lo hizo. Se fue arrastrando hasta la puerta de salida mientras el cinturón de su gabardina (ver “El caso de la pintura robada y la mesa de luz de la Ciudad-luz” para más referencias sobre esta prenda) se enredaba en las patas de las sillas y las mesas que se encontraban en su camino, tumbándolas a su paso (es decir, a su piso). Tomó nota mental (nunca disponía de su bloc y su bolígrafo en situaciones como ésa): mandarla a la tintorería.
Al llegar a la vereda, notó que un auto estacionado del otro lado de la calle, del mismo color y modelo que el suyo, tenía las cinco gomas pinchadas (era uno de esos convertibles que llevan la rueda de auxilio, a la vista, sobre la tapa del baúl). Y alcanzó a ver, o así lo creyó, a Madalena, parada en la puerta de entrada de Luigi’s, en el contraluz que producía la iluminación del interior del local, con los brazos cruzados y un pequeño cuchillo de hoja muy fina en una mano (no distinguía en cuál, ya que el hecho de que tuviera los brazos cruzados le confundía la percepción de cuál era la izquierda y cuál la derecha, problemas de lateralidad que Phil arrastraba desde su infancia). Tal como se arrastraba ahora, lateralmente (de costado por la “Avenida de La Costa”), rumbo a su casa.
Los transeúntes que habían salido a dar un paseo nocturno por la costanera no parecían notar a Phil, ni el rastro de sangre, de codos y rodillas, que iba dejando a su paso (a su paso es, claro está, sólo un modo de decir). Como una babosa sangrante, o mejor: como un caracol sin casa en busca de su casa.
Llegó. Estaba amaneciendo cuando el rastro de sangre se perdió detrás de la puerta del departamento de Phil (que él acababa de cerrar despacio, para no despertar a los vecinos, como le había enseñado su madre).
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Epílogo
Epílogo
Antes de caer desmayado sobre la alfombra del living donde pasaría cuatro días en estado de coma (por la comida que había comido), tomó una última nota (esta vez en su bloc y con su bolígrafo, que estaban sobre la mesita ratona en la que también estaba su tablero de ajedrez, con soldaditos de plomo reemplazando a las piezas tradicionales, y una figura de plástico —de las que se venden en las tiendas de comics— que era una réplica en miniatura de la Gatúbela de Michelle Pfeiffer, en el lugar de la reina negra). La nota decía:
“Dar por saldada la deuda de Luigi.
De ahora en más, comer en casa.”
Douglas Wright
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