lunes, 14 de septiembre de 2009

1. El caso del cuadro robado y la mesa de luz de la Ciudad-Luz




1. El caso del cuadro robado y la mesa de luz de la Ciudad-Luz


—¿Qué es exactamente lo que sabe acerca de mí? —pregunta un Noah Cross malo protagonizado por John Huston, viejo, sabio, y probablemente un poco malo, también.
—Principalmente que usted es rico, y demasiado respetable para querer que su nombre aparezca en los periódicos —responde un Jake Gittes en la piel, la sonrisa, y la nariz tajeada de Jack Nicholson, joven, y casi lindo.
—Por supuesto que soy respetable: soy viejo. Los políticos, los edificios feos y las prostitutas, todos se vuelven respetables si llegan a vivir lo suficiente.

(“Barrio chino”, de Roman Polanski)

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Phil Martin
(más brillante que las anguilas)


Phil Martin es un muy poco célebre detective de L.A. (Las Anguilas), una ciudad de la costa de California célebre por sus anguilas: la total falta de ellas; y por las actividades de este personaje, que apenas superan a las de las inexistentes anguilas.

Según la filosofía oriental (el pensamiento Taoísta, y el Zen), el hombre sabio —y la mujer también, pero en menor medida, ya que las culturas del antiguo oriente eran altamente machistas a pesar de la baja estatura de sus miembros, o , tal vez, por eso mismo—, el hombre sabio, decíamos, puede conocer el mundo sin salir del jardín de su casa.

Phil Martin consiguió viajar por todo el mundo, o una buena parte de él —aunque no siempre la parte buena—, sin conocerlo. Aquella hazaña, que superaba a la de los filósofos de oriente tanto por la desmesura del esfuerzo involucrado como por la escasez de los resultados obtenidos, sólo podía ser llevada a cabo por un personaje occidental. Algunos la atribuían a la completa falta de sabiduría de nuestro personaje. Otros, al hecho —trivial, si se quiere—, de que la vivienda de Phil, un departamento, no tenía jardín, lo que eliminaba de antemano la posibilidad de conocer el mundo sin salir de él.

Tal vez los viajes de Phil fueran parte de una dieta drástica para adelgazar, a juzgar por la cantidad de veces que vomitaba en cada uno de ellos, a tal punto que las compañías de aviación le cobraban un plus por la cantidad excesiva de bolsitas de papel que utilizaba en cada vuelo.

En definitiva: Phil Martin viajó mucho y, si bien él no llegó a conocer el mundo, al menos el mundo lo conoció a él.




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El caso
(escaso)


En cierta ocasión Phil debió viajar a Francia, contratado para investigar un caso de robo: una de las pinturas del Museo Impresionista había desaparecido.

La primera impresión, luego de ver la reproducción que el director del museo le mostró, fue que no valía la pena recuperarla. Pero era conocida la poca sensibilidad que tenía Phil en cuestiones artísticas. Las marcas que en su infancia dejaron las actividades de sus padres —él, crítico de arte de una revista cultural neoyorkina, y ella, diseñadora de moda de alta costura para las tiendas de la Quinta Avenida—, estropearon su criterio estético para siempre.

Lo más lejos que había llegado en el terreno del arte era confeccionar unas galletas de mazapán con la figura de un hombre decapitado que llevaba bajo el brazo su propia cabeza con el sombrero puesto, y repartirlas casa por casa las noches de Halloween.

Se defendía de los que le criticaban aquella forma de expresión —que continuó practicando hasta la adultez—, alegando que ese modo de “descarga” de sus tendencias agresivas por vía del arte culinario le había impedido sumergirse en el mundo del delito, tal como había sucedido con Tarantino al dedicarse al cine. Aunque Phil seguía pensando que sus galletas decapitadas eran mejores que algunas de las películas de Quentin. Cuestión discutible, por cierto, aunque el propio director de cine, habiéndolas probado, opinaba que pocas veces había saboreado algo así, y que, de no haber filmado Tim Burton “La leyenda del jinete sin cabeza”, le hubiera dedicado a las galletas una película, o al menos un episodio en alguna de ellas.

Pero volvamos a Francia. O, mejor dicho: vayamos de una vez.

Lo más conveniente será pasar por alto el viaje en avión —sesenta y tres bolsas de vómitos marcaron, por lejos, un récord en las estadísticas de la compañía—; y la semana de internación que Phil pasó en la enfermería del aeropuerto, en terapia de hidratación intensiva.

Las calles de París encontraron a un Phil Martin que pesaba seis kilos menos, y al que la eterna gabardina le quedaba un poco más holgada y bastante más ridícula, teniendo en cuenta, además, que hacía un mes que no llovía en aquella ciudad.

Esto no preocupaba demasiado a Phil: pensaba que cosas peores habían ocurrido con ese tipo de prenda . Por citar sólo un ejemplo, Humphrey Bogart la había usado en el desierto africano —¡más caluroso y seco, imposible!—, en “Casablanca”, en medio de la niebla londinense con que finaliza la película.

Para Phil aquello significó el comienzo de una hermosa amistad (“the beginning of a beatiful friendship”) con “Casablanca”, con Bogart, y con la gabardina.

Tal vez éste sea el momento de aclarar a qué tipo de prenda nos referimos. La gabardina es un abrigo hecho de tela impermeable —precisamente de gabardina—, también conocido con el nombre de piloto, mackintosh, perramus, o impermeable a secas (paradójicamente).

Se trata, en el caso de Phil, de una de color arena (que en las películas en blanco y negro da un gris claro), con charreteras en los hombros, volado en el pecho, y un cinturón que, a pesar de tener hebilla, Phil, igual que Bogart, anuda descuidadamente, o lleva suelto a los costados, flameando a su paso.

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París
(una fiesta para las cucarachas)


La llegada de Phil Martin a la Ciudad-Luz (llamar Ciudad-Luz a París fue una tentación que resultó irresistible) parecía el comienzo de “Búsqueda frenética” (“Frantic”), aquella película de Polanski con Harrison Ford, pero sin los títulos y sin la música, por lo que terminaba asemejándose a la avenida de entrada a cualquier gran ciudad del mundo.

Phil se instaló en un pequeño hotel (el “Petit Hotel”) en el centro de la ciudad, ubicado de tal modo que, desde el balcón de su habitación, podía ver el Sena y varios de los puentes que lo cruzan; los Champs Elisees (ustedes pongan el acento donde quieran); el Arco del Triunfo (un mamotreto cuadrado digno de cualquier ciudad latinoamericana que intente parecer europea); la pirámide de vidrio a la entrada del Louvre (si estiraba el cuello lograba ver la esquina inferior izquierda del marco de La Gioconda —alias Mona Lisa); la iglesia del Sacre Coeur (a Phil le encantaba el modo en que había que colocar la boca para pronunciar la “oeu” en francés —le recordaba los besos de una novia de la secundaria, que no era francesa, pero que ponía la boca así al besarlo a él, o a cualquier otro, motivo por el cual Phil la dejó); una buena parte de Montmartre (precisamente la parte mala); tres (de las cuatro) aspas del Moulin Rouge; la cúpula de las (grandes) tiendas Lafayette; y por supuesto: la Torre Eiffel (aunque un cartel de Cocá-Colá —la Coca-Cola francesa— le ocultaba una parte de la base).

Hubiera logrado una mejor vista de la Torre desde la habitación contigua —que estaba enfrentada a un modesto cartel de Pepsí— pero el conserje le había advertido que las cucarachas de esa habitación no sólo eran mucho más grandes, sino que no habían sido del todo domesticadas, cosa que prometía lograr antes del comienzo de la temporada veraniega.



“No es posible tenerlo todo” pensó Phil — debe haber sido en voz alta porque notó que una cucaracha, que asomaba la cabeza por debajo de la cómoda, le decía que sí con las antenas—, y se resignó a que un cartel de gaseosa le ocultara parte de la torre que era el emblema, la marca de fábrica, el ícono que sintetizaba el espíritu de la Ciudad-Luz —por no incurrir en uno, sino en tres clisés.

Después de probar todos los botones y las perillas, de abrir todas las puertas y los cajones, de revisar todos los rincones de la habitación y del baño, y de llamar por teléfono al conserje —sólo por comprobar si el teléfono funcionaba—, decidió ponerse a trabajar en el caso para el que había sido convocado.

Entonces ordenó seis tazas de café, negro y fuerte, y dos sándwiches tostados —también negros y fuertes, porque el jamón estaba viejo, y el queso era francés. Para Phil, aquello era una parte fundamental del trabajo: la que lo ponía en clima. En clima de novela policial, de aquellas en las que se toma mucho café; en clima de lobo solitario que acecha a su presa (a veces pensaba que cargaba un poco las tintas en eso de entrar en clima); en clima de implacable máquina de aceitadísimos mecanismos de relojería para resolver enigmas. Sí, decididamente se estaba pasando de rosca: reduciría las tazas de café a cuatro.

En ese clima de hiperlucidez exacerbada, buscó la reproducción del cuadro robado para estudiarla, como el perro que huele la prenda de la presa que debe buscar, encontrar, perseguir y atrapar, pero había olvidado ponerla en su valija al preparar el equipaje, allá en L.A. Tomó nota mental (ya que tampoco había empacado el bloc de apuntes y el bolígrafo): “tomar café antes de preparar el equipaje”.

Concertó una entrevista con Monsieur Vincent, el director del museo. Él le mostraría una reproducción del cuadro en tamaño original. Preventivamente, y luego de haber visto una reproducción en tamaño pequeño, echó mano a un par de píldoras para los mareos, de ésas que tomaba por docenas antes de los viajes en avión.

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El museo
(impresionante)


Monsieur Vincent se llamaba igual que el personaje del libro con el que, en la secundaria, la señorita Marie Douffant había intentado enseñarle el idioma francés. Phil no había llegado mucho más allá de:
Je suis.
Tu est.
Il est.
Le crayon rouge, la table vert, mon pére y ma mére... Y, por supuesto: ¡merde! Pero esa palabra no se la había enseñado Mademoiselle Douffant, sino un compañera de clase (aquella de los besos en “oeu”).

Comenzó a sentir la tibia nostalgia de sus épocas de (mal) estudiante, y ya la mano tierna de los recuerdos lo empezaba a acariciar con suavidad, cuando pensó que desperdiciaría las seis tazas de café que había tomado si se dejaba arrastrar por ellos. Debía postergar aquello para más tarde, para la hora del crepúsculo, tal vez, o para cuando fuera viejo.

Monsieur Vincent era un hombrecito del que no vale la pena hablar, casi tan insignificante como el de su viejo libro de lectura. Pero la pintura, es decir, la reproducción que Monsieur Vincent le mostraba, era otra cosa.

Estaba en la que a Phil le pareció la “Sala de los ahorcados”. Diez o doce cuadros colgaban de tres paredes de la sala dedicada a Modigliani, que, si bien no era estrictamente un pintor Impresionista, tenía un lugar importante en el museo. En ellos se podían ver mujeres y hombres —pero principalmente mujeres—, que parecían colgar de la horca: por los larguísimos cuellos estirados por la soga del patíbulo; por las cabezas ladeadas como si se les acabara de romper la vértebra cervical; por los ojos vacíos o a punto de vaciarse del todo, captados en el momento justo en el que la luz de la vida los estaba por abandonar; por las manos entrelazadas, listas para el ataúd, como si el sepulturero hubiera comenzado a hacer su trabajo mientras los cuerpos estaban todavía colgados —para ahorrar tiempo, tal vez—; por la tristeza —melancolía, hubiera dicho el padre de Phil— de las paredes descascaradas y las maderas deslustradas de los fondos; y por las ropas grotescas hechas de telas gruesas como las que usan los presidiarios. Contemplar las pinturas de aquella sala le dieron ganas de ahorcarse él mismo, colgándose de la cuerda de un cortinado. En vez, tomó las pastillas anti-náuseas, que enseguida se trabaron en lucha con los seis cafés que nadaban en su estómago. Un relajo.

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La pintura
(una y otra)


Sólo una de las pinturas de la sala le produjo una impresión diferente. En parte, porque el formato del cuadro era horizontal, en vez de vertical como los otros, y en gran parte porque la mujer retratada estaba desnuda.

Hacía mucho tiempo que Phil no veía un par de tetas así; ni siquiera una sola. Es más, hacía mucho tiempo que Phil no veía un par de tetas de cualquier tipo. Ni siquiera una sola.
El cuadro se llamaba “Desnudo rojo”. Un cartelito en tres idiomas explicaba:
“Todo desnudo de Modigliani es un retrato. He aquí a la muchacha de los bulevares, producto de una extraordinaria mezcla de experiencia y pureza.”

“Entonces es el retrato de una puta”, pensó Phil, en un intento por traducir la explicación del cartel a un lenguaje que él pudiera comprender mejor —vulgarizándolo, diría su padre, mientras su madre cosía ropas que esta mujer nunca luciría.

El texto del cartel continuaba así:
“El mármol de una Venus intacta...”
“Aunque bastante toqueteada”, volvió a pensar Phil.
“...ha adquirido aquí turgencia de carne. Y el color encendido de calidad veneciana, caldea las formas, encerradas en una inflexible armadura estructural”.

“Esto es como hablar con mi padre”, pensó Phil una vez más.

Para él, seguía siendo un par de hermosas tetas con las que seguramente Modigliani había estado jugando antes de dedicarse a pintarlas, a juzgar por el gesto de relajada satisfacción que lucía la modelo, y porque los apurados trazos del pintor indicaban que también él quería acostarse a descansar un rato. Pero ésta era sólo su opinión, y Phil no era un experto. Es más: era un experto en no serlo.


Una de las pinturas de la sala de Modigliani (“Sala de los ahorcados”, para Phil Martin). Se ha omitido el marco para evitar una distracción innecesaria (como esta eclaración).



En el caso de “Desnudo rojo”, también se ha obviado el marco para evitar distracciones (aunque pensamos que nada hubiese distraído la atención de Phil de los dos motivos por los cuales esta pintura llamó su atención).


La pintura robada, aquella cuya reproducción había ido a ver, era por completo diferente. La mujer retratada era una de las “ahorcadas”, aunque todavía tenía los ojos abiertos: parecía estar viva, al menos un poco.

Se la veía triste y aburrida, tal vez porque el pintor no había jugado —al menos hasta ese momento— con sus tetas. Aunque, por el aspecto que tenían, tal vez no llegara a hacerlo nunca.
Lucía un corte de pelo a lo “Príncipe Valiente” y su mano derecha aferraba algo que parecía la suela de una pantufla, o una gran papa rosada, o un maní gigante; o quizá era el muñón de su brazo izquierdo amputado —¿tal vez por eso la tristeza?. Monsieur Vincent le explicó que aquello no era otra cosa que la mano izquierda de la modelo. Phil pensó que Modigliani otra vez se había apresurado al pintar esa mano deforme, o multiforme, pero esta vez para huir de allí en busca de la otra modelo —la de las tetas maravillosas—, o para beberse unas copas en el intento.
Al parecer, en el momento de pintar el cuadro, al pintor le quedaban sólo dos colores: uno, un marrón arratonado, para el fondo y el pelo; otro, un rosado sucio, para la cara, las manos (papa, pantufla, muñón o maní), y para el trajecito sencillo que vestía el personaje, tan distinto de los que hacía su madre.

Pero nada de esto tenía importancia para la resolución del caso. La pintura había desaparecido, y Phil debía encontrarla.

Decidió que la “Sala de los ahorcados” había logrado agotar el efecto de las seis tazas de café negro y fuerte, y se retiró con la excusa de que debía verificar algunos datos e interrogar a algunas personas, aunque no precisó cuáles eran esos datos y de qué personas se trataba.

Llegó a la calle en el momento justo en que una arcada le subía por la tráquea. Afortunadamente para los transeúntes, esta vez logró contener el vómito.

Comenzó a caminar rumbo al Sena, o a la Torre Eiffel, o a su hotel “Petit”, ya no lo recordaba.

Al día siguiente le devolvió a Monsieur Vincent el dinero del anticipo, deducidos los gastos básicos, y regresó a L.A. haciéndose la promesa de no tomar más casos relacionados con el arte.

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El epílogo
(por fin)


La pintura extraviada se llamaba “Margarita”. Medía 81 cm de alto por 40 cm de ancho, y “tenía la trágica intensidad de una heroína de Dostoiewski”, según lo indicaba el cartelito trilingüe.

La encontraron en el cuarto de limpieza, en el subsuelo del museo, junto a baldes, cepillos y trapos de piso, donde la había llevado, por error, el viejo y miope empleado de maestranza, el día que se olvidó los anteojos en su casa, sobre la mesa de luz.


Douglas Wright



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