martes, 18 de febrero de 2014

4. De llamadas equivocadas, polillas, y la sana costumbre de no contestar el teléfono





4. De llamadas equivocadas, polillas, y la sana costumbre de no contestar el teléfono


“The winds of March that make my heart a dancer
A telephone that rings but who's to answer?
Oh, how the ghost of you clings
These foolish things remind me of you.”

(“El teléfono suena pero ¿quién lo ha de atender?”)

(“These Foolish Things”, del repertorio de Frank Sinatra)


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Actividades matutinas


      Era una mañana tranquila. Phil se entretenía mirando cómo una polilla del tamaño de una bola de naftalina se paseaba por el borde de su escritorio. Hacía media hora que estaba dedicado a aquella in-actividad. Había una cierta cualidad hipnótica en aquél ejercicio (como en aquellas técnicas orientales de meditación que intentaban vaciar la mente mediante la observación fija de un imaginario punto blanco). De este modo Phil se sustraía —al menos por un rato— de la tensión a que lo sometía su profesión de investigador privado (privado de investigación, por el momento).
   
   
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Teléfono silencioso
      
   
      Hacía mucho que no resolvía un caso. Hacía mucho que no se le presentaba un caso para resolver —ni siquiera de aquellos que abandonaba por la mitad o rechazaba de entrada (de salida, mejor dicho).
      El teléfono no había sonado en mucho tiempo —empecinado en un mutismo de plástico negro. (Un ejemplo para los charlatanes que abundaban en todos lados, pensaba Phil —en la radio, en la televisión, en la política, en la religión...)
      La silla destinada a los clientes había juntado tanta tierra que Phil creía poder cultivar —con cierta probabilidad de éxito— alguna variedad enana de tabaco, y ahorrar así una parte del (muchísimo) dinero que gastaba en cigarrillos.
   
   
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Bullicio para oídos y narices


      Por la ventana abierta subía el ruido de Cahuenga Avenue como si una orquesta absurda de autos animados (como aquél de “¿Quién engañó a Roger Rabbit?”, por ejemplo), tocando pitos y cornetas, entre chirridos de gomas y frenadas, estuviese dando un concierto desconcertante debajo de su oficina. El humo de los caños de escape reemplazaba el olor a encierro (“en la variedad está el gusto”, rezaba el dicho popular).
      Al fondo, detrás del aire contaminado, y más allá de los caseríos de lata del “Barrio Latino” (¿se llamaría así por eso?), se alzaban las crestas del “Cerro de Las Anguilas” (nombre que padecía de ciertas contradicciones internas), y del “Cerro Mayor” (que era el menor de la cadena montañosa a la que pertenecía, pero había sido escalado por un Mayor del ejército, y obtenido así su nombre). Podían haber estado en otro lado —o no haber estado en absoluto—, el aire era tan espeso que era imposible verlos.
      No soplaba ni una gota de viento (a Phil siempre le había llamado la atención aquella expresión en la que confluían lo líquido y lo gaseoso). El tufo de la ciudad —un cóctel sutil de monóxido de carbono, frituras baratas, excrementos de perros y orines de gatos, y fermentos dulces de las cloacas semi-tapadas por las hojas caídas de los árboles el otoño anterior— estaría rondándolos —a Phil, a su polilla, y a todos los habitantes de Las Anguilas— hasta la próxima lluvia. Una verdadera porquería.
      De repente (¿de qué otro modo, si no?) sonó el teléfono. Una nubecita de polvo se levantó del aparato negro como si fuera la representación visual del sonido que emitía (lo único que faltaba era que pegara un salto en el aire y se agitara hacia los costados como en los dibujos animados —de esos que Phil veía siempre que podía llegar a su casa a la hora de la merienda). Ésa —llegar a su casa a la hora de la merienda— había sido una de las causas de que abandonara casos, o directamente no los tomara (en especial, si se enganchaba con alguna historia que continuaba día tras día, de la que no quería perderse ni un solo episodio).
      Había pensado grabarlos, y mirarlos tranquilamente al llegar a su casa por la noche, después de cenar en lo de Luigi’s (un restaurante que había vuelto a frecuentar desde que la esposa de Luigi —esa que lo había querido asesinar con la comida envenenada— se había vuelto a escapar con el proveedor de embutidos, para no regresar más), pero Phil no se llevaba bien con los botoncitos, con los controles, y con los programas de las grabadoras de video.
      Pero volvamos al teléfono. Estaba sonando sobre el escritorio polvoriento —como todo lo que había en su oficina (incluido él mismo)— emitiendo sonidos extraños, un poco roncos y disfónicos (dis-telefónicos). Parecía que la campanilla se había olvidado —debido al prolongado silencio— que su idioma estaba compuesto por sonidos como “RIIING” y “DING”, y no “BRÜÜNJ” o “GLUPF”. O tal vez el óxido había cambiado el timbre de su voz.
      Lo que también voló por el aire —junto con el polvo del teléfono— fue la polilla de Phil, aquella que tan pacientemente (con una paciencia de sabio oriental) venía observando como a un imaginario punto blanco.
      En su mente en blanco —como aquél punto imaginario— se instaló —igual que un punto negro— el mal humor. Ése era uno de los riesgos de dejar la mente en blanco: a veces se llenaba con cualquier porquería.
      Ya le había ocurrido antes —abstraído frente a los soldaditos de plomo desplegados sobre el tablero de ajedrez, o frente a la Gatúbela de plástico (modelo Pfeiffer, con látigo y todo)—, su mente en blanco, vacía, relajada, se había llenado con los gritos de las discusiones de los vecinos del departamento contiguo; con las frituras que subían del boliche de la planta baja (que hacía el peor pescado frito de toda la ciudad); o con el ruido de los autos de los adolescentes que corrían carreras por la “Avenida de La Costa” (en español en el original).
      Dejó el teléfono sonar diecisiete veces (o cuarenta y seis, ya no lo recordaba) mientras se servía un vaso de whisky de la botella que guardaba en la cajonera del archivo. “Que espere, quienquiera que sea”, pensó. (Después de todo, había espantado a su polilla y se lo merecía.)
   
   
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Las rubias que fueron
      
   
      Se sentó en su sillón destartalado y se puso a pensar en qué tipo de rubia sería la que llamaba a esa extraña hora de la mañana (eran las 9:57 A.M.).
      ¿Sería una rubia lánguida, anémica, como Hellen Hampshire?, aquella de “El caso del caballo de carreras extraviado de Lord Sussex de Essex” (el caso con más “eses” y “equis” en el que había trabajado).
      ¿O sería una rubia agresiva, como Katrin Krustoff?, a quien había conocido en Praga mientras trabajaba en “El caso de la calle robada” (aquél en el que una banda de traficantes de arte había robado una calle entera, de punta a punta, con edificios históricos y todo).
      Tal vez la que llamaba era una rubia seductora, como la secretaria (muy ejecutiva) del director de los estudios “Golden-Wyng-Brothers”. La había conocido cuando intentaba recuperar un rollo de película pornográfica que había filmado en su juventud (como lo habían hecho tantas famosas de Hollywood) la actriz que estaba protagonizando el film que los estudios rodaban en ese momento: ”La nana blanca y los diecisiete hijos del Capitán”. (Un musical lacrimógeno y moralizante, pensaba Phil.) Lauren Anderson había sido muy generosa con él (como lo había sido con casi todos los del estudio —y los demás estudios también).
      Tal vez fuese una rubia vulgar la que lo llamaba, pequeña y activa como la hija del panadero de “El caso (sin resolver) de las masas dulces saladas y el pan que no leudaba”. Había sido un asunto de sabotaje industrial, en medio de la lucha que mantenían las dos mega-panificadoras de L.A. por el monopolio de la industria del pan y su distribución en todo el estado —y en todos los estados: crudo, cocido, tostado, entero y en rebanadas.
      Lala D’Angelo y él habían comido masas finas —y gruesas— desnudos sobre las vitrinas de la panadería, en los horarios en que permanecía cerrada al público; se habían revolcado sobre la masa lista para hacer el pan —salándola con el sudor de sus cuerpos enardecidos—; y habían hecho el amor —como quien hace la guerra— al calor del horno de leña que permanecía encendido —como ellos— toda la noche, sobre la tabla enharinada de la pesada mesa de madera.
      Sabía que no podía ser (la “no-vegetal”) Glenda porque estaba de viaje por alguna selva sudamericana (de las que iban quedando pocas, pensaba Phil), realizando, junto con el doctor Wilkins, un estudio de campo sobre las “bromelias” (la relación entre aquella planta y la índole de los bromas que hacían los habitantes de L.A. era el asunto de su investigación). Así se lo había hecho saber en una postal que —lamentablemente— mostraba la selva tropical, y no a la exuberante Glenda.
      Por fin, levantó el receptor.
      Del otro lado de la línea se escuchó un sonido hueco (como el de los caracoles que, siendo un niño, encontraba en la playa), y luego una voz cascada que preguntó:
      —¿Hablo con el “Instituto Geriátrico Última Alegría”?
      Era una llamada equivocada —lo mismo que las últimas cientoveintisiete. Phil lo sabía con exactitud porque llevaba la cuenta en una libreta de tapas duras. Se había prometido elevar una queja formal antes de llegar a las doscientas. Y eso haría.
   
   
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Epílogo


Phil pasó las siguientes cientoveintisiete horas de su vida haciendo trámites en las oficinas de la empresa telefónica de L.A. —Las Anguilas Telephone & Telegraph Company— a razón de una hora por llamada equivocada. Al llegar a su departamento —cinco días y siete horas más tarde— se preguntó si aquello había valido la pena. Phil Martin siempre se hacía preguntas para las que no tenía respuesta. Phil Martin era —y aún es— así.
Mientras se preparaba un trago largo —ancho, y profundo— en la enorme copa de plata que había obtenido como trofeo en un torneo de badmington, el teléfono comenzó a sonar de repente, como lo hacía en su oficina.
Phil se sumergió plácidamente en el sillón que estaba frente a la mesita ratona y comenzó a jugar con los soldaditos de plomo sobre el tablero de ajedrez.
Tenía por costumbre no contestar el teléfono de su casa.


Douglas Wright


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