sábado, 15 de febrero de 2014

3. Las botas del botánico y el aspecto positivo de la deshidratación





3. Las botas del botánico y el aspecto positivo de la deshidratación


       Ginger Rogers le pega un sonoro sopapo a Fred Astaire cuando él  le propone matrimonio, y luego se marcha enojada. Fred se acaricia la mejilla y exclama radiante:
       —¡Me ama!
     
       (Fred Astaire y Ginger Rogers —entre baile y baile— en “Sombrero de copa”)


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Parque verde versus “Green Environmental”


      Frisbee Wilkins —el “doctor” Frisbee Wilkins— era un botánico (un “botanista”, como diría un personaje de una serie de televisión mal doblada —o un “botanicista”, si el doblaje fuese muy malo). Tenía su lugar de trabajo dentro del Parque Botánico de L.A. (que antes se había llamado “Parque del Sauce”, y que la nueva administración municipal había rebautizado como “Green Environmental Resource & Research Center”). No dejaba de ser —cualquiera fuese su nombre— un gran espacio verde lleno de plantas (muchísimas) y de árboles (altísimos), algunos centenarios (más que aquél pan de centeno de la hamburguesa de “El caso de la mujer des-aparecida y las ventajas de la comida casera”). Un lugar lindo, lleno de energía, en el que Phil solía dormir alguna que otra siesta en las calurosas tardes de verano.
      Era precisamente una de tarde de ésas —no porque Phil durmiese la siesta sino porque hacía muchísimo calor, y era verano. Estaba parado en la galería de entrada de un edificio de estilo colonial (de la época en que el lugar se llamaba ”Parque del Sauce” y no “Green Environmental, etcétera”) que era parte del remoto pasado español, allá en la pre-historia de Las Anguilas. Un pasado que nadie parecía recordar. Un pasado que todos hacían un gran esfuerzo por olvidar. Un pasado que nadie —salvo Phil— tenía presente.
   
   
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Algo no tan verde
     
   
      Las paredes eran de estuco blanco (Phil pensaba que el estuco debía ser rojo —por aquello de “es tuco”— pero sabemos que Phil pensaba cosas que no debía pensar).
      Dio tres golpes secos —seguramente debido al clima característico de L.A. en verano— con un llamador (un “llama-door”, pensó él) de un metal blanco que parecía plata —pero que no debía serlo o no hubiese durado hasta ese momento colgado del marco de la puerta. Era pesado y tenía labradas unas hojas de estilo recargado. El llamador no tenía nada que ver con el edificio, aunque sí con la actividad que se realizaba en él: allí funcionaban las oficinas del doctor Wilkins y el equipo de botánicos (y “botanistas”) que trabajaban para el “Green Environmental...”, ex “Parque del Sauce”.
      Estaba con la mano sobre el llamador, a punto de golpear por cuarta vez (cada vez que sonaban esos “toc-toc-toc” Phil se sentía como un juez y le daban ganas de decir “silencio en la sala”), cuando una mujer joven abrió la puerta.
      Aquí podríamos describir la hermosa puerta de algarrobo labrado al modo colonial, pero preferimos describir a la mujer que la sostenía abierta.
      Era rubia, pequeña y rellenita (“redondeadita”, pensó Phil), y contrastaba agradablemente con la vegetación del parque. Vestía un guardapolvo blanco sin abrochar, sandalias de cuero crudo de estilo Franciscano (aunque Phil pensaba que los padres Franciscanos hubieran tenido serios reparos en admitirla en su orden sólo por las sandalias), unas bermudas de tela de vaquero que estaban a punto de perder la lucha por contener sus redondeces, y una remera rosa, ajustada y escotada en “v” (un poco como aquellos pulovercitos ajustados de “cashmir” que Lana Turner —¿la llamaban así por los pulóveres?— usaba directamente sobre la piel, allá por los años cincuenta). Contenía las dos cosas (siempre venían en pares) menos vegetales que Phil hubiera visto jamás.
      Mientras luchaba por levantar la mirada de la parte inferior de la “v” del escote, su mano derecha continuaba aferrada el llamador de metal blanco.
      Los ojos de la joven fueron de los ojos de Phil al llamador de metal. Posándolos nuevamente en los de Phil, dijo:
      —Si le gusta tanto puedo hacer que se lo envuelvan para regalo.
      —¿Qué? —balbuceó Phil.
      —El llamador —dijo la rubia, mirando la mano de Phil.
      Recién entonces Phil notó que su mano —como si fuera algo que no le perteneciese— aún lo sostenía. Sorprendido, lo soltó de golpe (¿de qué modo si no, siendo un objeto cuya función era precisamente esa?). El llamador dio un último “toc” desganado, y quedó inmóvil sobre su cuna de metal.
      —¿El doctor Wilkins? —dijo, recuperando algo de su compostura (que nunca había sido mucha, de todos modos).
      —No, soy Glenda —respondió la joven.
      —Me refiero a que deseo ver al Doctor Wilkins —Phil aún le hablaba a la “v” del escote.
      —Al parecer,  no es lo que “sus ojos” desean ver —dijo Glenda, esta vez paseando la mirada desde su escote hasta los ojos de Phil.
      —Perdón —dijo Phil, con voz quebrada—. Hace mucho que no—... se disponía a explicar, cuando un sonoro sopapo lo interrumpió.
      —Pase—dijo Glenda, con la mano del sopapo todavía en el aire—, el doctor lo está esperando.
      —Gracias —dijo Phil, frotándose la mejilla en la que cinco diminutos dedos se empezaban a dibujar en rojo.
      —Fue un placer —respondió Glenda.
      Phil pasó delante del escote con sandalias que sostenía abierta la pesada puerta de madera de estilo colonial mientras detectaba en Glenda cierta cualidad frutal (“pomelos”, pensó).
   
   
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Un hombre para los nombres (todos verdes)
     
   
      Frisbee Wilkins (el “doctor”) no tenía cualidades frutales; su aspecto era —más bien— todo lo opuesto al de Glenda.
      Era un hombre —para empezar— alto, delgado, con anteojos de enormes cristales que todo el tiempo reflejaban alguna luz blanca (ocultando los ojos grises que había detrás). Nariz aguileña —grande, pero no demasiado. Pulcro de autoclave. Guardapolvo blanco —crujientemente almidonado— sobre un traje gris oscuro con finísimas rayas blancas del que sólo se veía la parte inferior de los pantalones por debajo del guardapolvo. La chaqueta colgaba de un perchero de madera oscura —también de estilo colonial— que descansaba en un rincón de la oficina. (Glenda le gustaba más, mucho más, pensaba Phil.)
      Frisbee le tendió una mano, no para estrechar la de Phil (la relación entre ambos no llegaría a ser tan estrecha) sino para indicarle —con un gesto que le pareció un poco autoritario, aunque no descortés— la silla en la que debía sentarse. El doctor se sentó del otro lado de un gran escritorio de madera (sí, también oscuro, y también colonial) como para indicarle, con su ejemplo, lo que esperaba que Phil hiciera en la silla que estaba de su lado. Un sutil juego de lenguaje corporal que Phil ignoró por completo quedándose de pie junto a la ventana. (“Uno a cero”, pensó Phil mirando a Wilkins hablarle desde abajo y con el cuello torcido.)
      Luego de unas pocas palabras de presentación, éste lo invitó a salir. Caminaron por un sendero que se internaba en el corazón del parque —un corazón metafórico, por supuesto, ya que todo en él era estrictamente vegetal. Parecía el sendero de un bosque. Los árboles eran muchísimos y variados, y aquellos que para Phil eran tan sólo “arboles”, en boca de Frisbee se convirtieron en personajes específicos, con nombres propios y características particulares (aunque no tan específicas, ni tan particulares, como las características de Glenda, pensó Phil).
      El aire se llenó de palabras tales como “cedro azul”, “alerce”, “secuoya roja”, “avellano” y “cerezo”. Le contó que existían seiscientas especies de “roble”; que al “haya”, la gente poco instruida la conocía con el nombre de “haiga”; que había una variedad de “pino” denominada “Silvestre”, pero no existía el “pino Tweety” (lo que Phil consideró como un acto de tardía, merecida y reparadora justicia). Le mostró una variedad de “ciprés” —de hojas gruesas, grotescas, que crecían arremolinadamente como un ascendente fuego verde— que había sido mutado tomando como modelo los cuadros de Van Gogh (Phil sintió un poco de miedo). Le aseguró que el “alcornoque” era el árbol más terco de todos, un verdadero cabeza dura. Le señaló el abedul en el que colgó su ropa cierta mozuela, que la había ido a lavar al arroyuelo, de la que hablaba una canción de “Les Luthiers”, un grupo del lejano sur (si es que el sur aún existía, pensó Phil).
      Le dijo que en el parque convivían “fresno” y “castaño”, “álamo” y “sauce”, “plátano” y “nogal”. “Arce”, “araucaria”, “manzano” y “cerezo”... (a Phil le pareció que estaba nombrando la formación de un equipo de fútbol arbóreo).
      Le mostró un “baobab” (como aquél de “El Principito”, pensó Phil), y le señaló un “enebro” debajo del cual un grupo de costureras practicaba con sus agujas.
      Phil ya estaba mareado de tanto nombre y tanta explicación.
      El botánico, entusiasmado, continuó con un montón de nombres que él no había oído jamás: “laburno”, “hicoria”, “zumaque”, “tejo”... (“¡basta!”, pensó Phil en un grito silencioso). La presencia de un imponente edificio de cristal puso fin, al menos por un rato, a aquella enumeración escandalosa.
   
   
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Una jaula de cristal para la selva de Tarzán
     
   
      Parecía la versión transparente del Capitolio, y era casi tan grande como él (al menos eso le pareció a Phil —que era un poco exagerado en sus pareceres). Una inmensa cúpula se levantaba en medio de su fachada rectangular, y estaba íntegramente construído con varillas de metal y paños de vidrio (un paraíso para esas sopranos que hacían estallar copas de champagne, pensó Phil). Había visto el edificio antes, siempre de afuera, y siempre de lejos.
      Entraron por una puerta ubicada en uno de los extremos. Desde allí, el lugar parecía una estación terminal de trenes —inglesa y antigua— colocada por una mano gigantesca encima de la selva de Tarzán.
      El doctor Frisbee retomó sus agotadoras explicaciones en las que sobresalían “microclima”, “temperatura ambiental” y “variedades tropicales”. La cabeza de Phil estaba tan saturada de palabras como esa jaula de vidrio lo estaba de plantas. (El tipo no sólo tenía dedos verdes, ¡también tenía verde el cerebro!)
      Allí cada “bicho” —ya que eso parecían los especímenes que había en el lugar— tenía un cartelito con su nombre. Con dos nombres, en realidad. Arriba, uno incomprensible, escrito en letras mayúsculas y lleno de “X”, “Y” y “V”, con palabras que terminaban en “UM” y en “IS” (los nombres en latín, pensó Phil). Debajo, entre paréntesis, uno que él sí podía entender (más o menos).
      Ni bien entró, un helecho le acarició la mejilla del sopapo (a Phil le pareció que el helecho le sonreía pícaramente, y volvió a pensar en Glenda —la “no-vegetal” Glenda).
      Una gran variedad de “musgos” y “líquenes” se extendía por las paredes de vidrio interrumpiendo la entrada de la luz y generando sectores umbríos, misteriosos.
      Le llamó la atención la gran cantidad de nombres que hacían referencia a los animales: “cola de caballo”, “uña de gato”, “diente de león”. (“¡El reino vegetal entra en contacto con el mundo animal!”, pensó, y en su mente se dibujó el gran titular de un periódico amarillista —el “Botanical Times Review”, el “Saturday Evening Plants” o el “Green Globe”, por ejemplo— anunciando la noticia en letras de catástrofe.)
      Cuando llegaron a las “orquídeas”, Frisbee le explicó que existían dieciocho mil especies diferentes (Phil pensó que si las nombraba a todas, él mismo terminaría convertido en una planta).
      Al pasar debajo de las “lianas” Phil imitó el grito de Tarzán, pero Wilkins no pareció entender de qué se trataba —y la educación formal del doctor le impidió preguntar. (Distintas formaciones, distintas culturas, pensó Phil. Recordó a Glenda y volvió a pensar: “Yo Tarzán, tú Jane”.)
      Una red de calles interiores —anchas como avenidas, angostas como pasillos o cubiertas como túneles— los conducían hacia el sector que se hallaba debajo de la cúpula: allí había algo que Wilkins quería mostrarle.
   
   
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Primera deshidratación
     
   
      A medida que avanzaban el calor se iba haciendo cada vez más insoportable —algo que sólo Phil parecía notar. Cualquiera en esas circunstancias se hubiera quitado el abrigo (una gabardina, en el caso de Phil). Cualquiera —claro— menos Phil (y —tal vez— el Humphrey Bogart de “Casablanca”). Aquella prenda (ver “El caso del cuadro robado y la mesa de luz de la Ciudad-luz”) era el símbolo de su espíritu de detective, de investigador privado, de sabueso sagaz. Era lo último que Phil se quitaría (y fue lo último que se quitó).
      En el cruce de las calles “lirio” y “pasionaria” Phil se quitó la chaqueta que llevaba debajo de la gabardina. (Notó al pasar que el “lirio japonés” era igual al “lirio” común, pero amarillo —y no quiso ni pensar cómo sería el “delirio”.) En la avenida de las “rosas” se quitó primero la camisa y luego la corbata (que no lucía nada bien sobre la piel transpirada). Al llegar a la intersección de “geranio” y “amapola” sólo llevaba puestos los calzoncillos debajo de la gabardina que chorreaba agua. Mientras tanto, Frisbee seguía fresco como una lechuga (por usar una comparación a tono con el tono de la historia).
   
   
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Las botas del caso
     
   
      Cuando llegaron al centro del edificio, justo debajo de la cúpula, Phil había terminado por quitarse la gabardina, que llevaba colgada del brazo junto con el resto de la ropa. Su orgullo profesional (de detective sagaz, etcétera) estaba por el piso, y su capacidad deductiva (que nunca había sido mucha) era nula.
      Fue en ese momento que Frisbee Wilkins le dijo sin preámbulo:
      —Las botas del botánico desaparecieron anoche.
      —¿Qué botas? ¿De qué botánico? —preguntó Phil desconcertado.
      —Las botas de Clusius, un botánico del siglo XVI. Eran una reliquia. Estaban en aquella vitrina, bajo llave.
      En el centro del sector de la cúpula, Phil pudo ver un mueble pequeño, antiguo, con puertas de vidrio. Las puertas estaban abiertas y no parecían haber sido forzadas, y adentro no había botas. No había nada, salvo un cartelito igual al que anunciaba los nombres de las plantas, en el que se leía: “Botas de Clusius, siglo XVI”.
      Phil, que a esa altura ya estaba completamente deshidratado, le pidió a Frisbee autorización para llevarse la vitrina a su oficina y allí poderla estudiar exhaustivamente. Le aseguró que su investigación avanzaría más rápidamente si contara con la asistencia de (la glandular) Glenda.
      Wilkins accedió inmediatamente a los requerimientos de Martin. Las botas eran la reliquia más preciada del “Parque” (“Green etcétera”), y su posición en la organización (“Green etcétera”) se vería seriamente comprometida si su desaparición llegaba a trascender (podía imaginar los grandes titulares del “Botanical Times Review” o del “Green Chronicle”: “¡Las botas de Clusius le patean el trasero a Wilkins!” o: “¡Frisbee de patitas en la calle por un par de botas!”).
      El resto fue fácil. Phil encontró las huellas dactilares de una variedad de planta carnívora, una “drosácea atrapamoscas” (de esas que tienen hojas como fauces con las que atrapan a los insectos cerrándolas sobre ellos como una trampa mortal —¡ugh!).
      Al parecer, aquella “drosácea” en particular había desarrollado habilidades que le permitían caminar; había robado las llaves —sin que Frisbee se diera cuenta— metiendo sus hábiles hojas en el bolsillo del guardapolvo del doctor; había caminado silenciosamente sobre la punta de sus raíces —mientras las demás plantas y los cuidadores dormían— hasta la vitrina donde estaban guardadas las botas; las había tomado, se la había calzado, y había huído. Así de simple.
      Phil la encontró a veinte kilómetros de allí, en el Depósito Municipal de Basura de Las Anguilas, dándose una gran panzada de moscas. Había engordado diez quilos.
   
   
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Epílogo (segunda deshidratación)
     
   
      Phil pasó las dos semanas siguientes con Glenda, en su departamento, con el pretexto de que la necesitaba junto a él (debajo y encima de él, en realidad) para asistirlo en la difícil tarea de redactar el informe final —tan lleno de términos técnicos específicos de la Ciencia Botánica en los que Glenda (al igual que en ciertas cuestiones de anatomía) era una experta.
      Cuando finalmente entregó el informe al doctor Wilkins, Phil había adelgazado tantos quilos como los que la planta ladrona había engordado. Atribuyó la pérdida de peso a la deshidratación sufrida en el invernadero, según le explicó al doctor mientras se se despedía de él en la galería de estilo colonial. Junto al llamador de plata, Glenda sonreía.

   
Douglas Wright


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