miércoles, 25 de mayo de 2011

Rimando ando, cerca de la primera mirada






Rimando ando, cerca de la primera mirada


Antes de estudiar Zen, las montañas son montañas y los ríos son ríos; mientras estás estudiando Zen, las montañas ya no son montañas y los ríos ya no son ríos; pero una vez que alcanzas la iluminación las montañas son nuevamente montañas y los ríos nuevamente ríos.

Pensamiento zen

Siempre he pensado que la literatura cercana a los más chiquitos es una de las zonas más delicadas y difíciles de alcanzar, tanto para quien escribe como para quien ilustra.

Seguramente hubo un momento en que “miramos” por primera vez un árbol, una flor, un perro. Seguramente esa imagen era fresca, nueva, insólita, sorprendente. También lo eran las palabras “perro”, “flor”, “árbol”, tan difíciles de pronunciar con sus erres y sus eles. Y tan complicadas de escribir.

Después crecimos y a esos sonidos e imágenes se les fueron adhiriendo connotaciones de todo tipo como moluscos y algas en el casco de un barco. Aprendimos las artes de la ironía y del doble sentido. Y si, para colmo, nos dedicamos a la literatura, se sumaron las corrientes en boga y las opiniones especializadas. Flores, perros y árboles fueron metáforas o metonimias, meras aproximaciones a algo que siempre estaba más allá.

No mucha gente logra regresar a esa primera mirada sin perderse en el camino. Se requiere mucho valor y claridad de ideas para animarse a la sencillez sin confundirse con el aniñamiento ñoño (con todas las eñes). Sin embargo, Douglas Wright recupera esa mirada. En Rimando ando, como en el resto de su poesía, las palabras vuelven rotundas, plenas y sonoras, acompañadas en total sintonía por sus dibujos. Si Douglas dice: “Me gusta el mar” sentimos que le gusta con absoluto regocijo para nadar, para jugar, para reír y para soñar. Contagia esas ganas sin vueltas ni complicaciones. La ballena Elena es gorda y es buena. ¿Cómo serán los marcianos? ¿Qué es más bonito que ir con su burrito por la sierra? Y el mago Ciruelo nunca toca el suelo, igual que su padre, igual que su abuelo… Y la bruja Cereza, los mosquitos, los piratas, Ramón el dragón, Dante el elefante, un avión de juguete, soles, estrellas y hasta supermercados.

Como Douglas también es músico, tiene buenísimo oído para la métrica, la rima y el ritmo. Los versos se deslizan sin tropezones. Sabe que, para los chiquitos, cualquier forzamiento de la sintaxis es un puente roto que les hace perder el camino. Elige mantenerse sencillo porque escribe para ellos. Pero esa toma de posición tiene detrás un fundamento que puede verse en “El jardinero mágico”, la notable tira que publica en Imaginaria. Que perros, árboles y flores vuelvan a tener ese resplandor original es producto de un largo trabajo interno y, ¿por qué no?, de una profunda limpieza de corazón.

Me alegra mucho la aparición de Rimando ando en forma de libro. Es un regocijo para el oído y para la vista de los chicos, y podemos confiar en que nos mostrará el camino para regresar, aunque sea un poco, a ser aquellos que fuimos.


Graciela Pérez Aguilar



La vida no es una cosa...


La vida no es una cosa,
algo que pueda atrapar;
la vida no es una cosa,
algo que pueda aferrar...

La vida es tan sólo algo,
algo que puedo sentir;
la vida es tan sólo algo,
algo que puedo vivir.

lunes, 23 de mayo de 2011

Vida, vida, vida, vida...



Vida, vida, vida, vida,
vida, vida, acá y allá;
vida y más vida y más vida,
acá, allá y más allá...

Vida, vida, vida, vida,
vida, vida, allá y acá;
vida y más vida y más vida,
allá, acá y más acá.

Mientras la vida me lleve...


Mientras la vida me lleve
allí donde está la vida,
en esta vida me quedo,
yo me quedo en esta vida.


Cada lugar donde llegar...


Cada lugar donde llegar,
cada lugar donde parar,
cada lugar donde pasar;
cada lugar: ése es mi hogar.

martes, 17 de mayo de 2011

2. El caso de la mujer des-aparecida y las ventajas de la comida casera





2. El caso de la mujer des-aparecida y las ventajas de la comida casera


—El que escribió estas notas está totalmente chiflado— opina la doctora Chase Meridian luego de examinar los acertijos que le muestra Bruce Wayne.
—¿Chiflado? ¿Es ése un término técnico?— pregunta Bruce con ironía.
—Es posible que el paciente sufra de un síndrome obsesivo con probable tendencia homicida. ¿Le parece mejor así?— responde Chase.
—Entonces, lo que usted quiere decir es que el tipo está totalmente chiflado.
—Exactamente.

(Nicole Kidman y Val Kilmer en “Batman Forever”)


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Soñando pensamientos


Phil Martin estaba sentado en una de las tantas sucias y descuidadas playas de L.A., la electrificante ciudad costera de Las Anguilas. (Sí, llevaba puesta su gabardina, como Bogart en el neblinoso final de “Casablanca”.) Con la mirada fija en la línea del horizonte: pensaba. Pensaba que sería lindo estar sentado en una playa, con la gabardina puesta y el sombrero también, mirando la línea del horizonte y pensando... “Uno siempre quiere otra cosa”, reflexionaba, y creía que si uno estaba haciendo algo que le gustaba y lo deseaba como si fuese algo distinto, la satisfacción obtenida era más grande. Phil era —y todavía es— un tipo difícil. Cuántas veces había soñado con ser él mismo, para luego, al comprobar que lo era, sentirse profundamente decepcionado. Así era la vida. Así era Phil. Así era la vida de Phil.

En los últimos tiempos, los casos que había resuelto igualaban en cantidad a los que había rechazado; y los que había abandonado a mitad de camino (como “El caso del cuadro robado...” —aquél de la “ahorcada Margarita”) igualaban en número a los dos anteriores —no resueltos y rechazados— juntos. El lado bueno de todo aquello era que le costaba muy poco trabajo mantener ordenado su archivo.

Una cajonera de lata de color gris-metalizado, con unos puntitos brillantes en la pintura plateada —y que en cada cajón tenía unos pequeños marcos rectangulares como aquellos en los que ponía una etiqueta con su nombre en los cuadernos escolares, pero de metal sucio—, albergaba —entre otras cosas— los casos a los que sí le había dedicado su atención. Las otras cosas eran: un salamín envuelto en una bolsita de nylon arrugada, medio paquete de galletitas integrales sospechoso de verdores mohosos, y una botella de whisky y dos vasos, uno de ellos cachado en la base, donde el vidrio es más grueso (y que eran de esas antigüedades que su madre juntaba y, periódicamente —envueltas en un diario—, le llevaba de regalo “para guardar, no para usar” —pero que Phil usaba igual).


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Pensando sueños


Por su cabeza flotaban algunas melodías a la altura del humo de su infaltable cigarrillo “Dromedar” (que era similar al “Camel” pero con una sola joroba). “My Funny Valentine”, “I’ve Got a Crush On You”, “Making Whoopy”... Este tema, y un vestido rojo percibido al pasar con el rabillo de su ojo y de su mente, le trajeron a la memoria la imagen de Michelle Pfeiffer vestida de rojo —como una Caperucita provocativa—, tendida sobre el piano negro —por su color, y por el color de la música que sonaba en él— de uno de los Baker Boys, mientras cantaba aquella canción: “Making Whoopy”.




“Si a eso se le puede llamar cantar” podrá objetar alguno (entre ellos, el padre de Phil, que estaba radicado en Philadelfia pero escribía notas para el “New York Exquisite Art’s Magazine Review”). Phil respondería (en especial, a su padre) que lo que hacía Michelle era mucho menos que cantar, y, también, que cantar era muchísimo menos que lo que hacía Michelle; cuestión de opiniones, y Phil las tenía. También discrepaba con la propia Pfeiffer que, nominada para el Oscar de ese año, opinaba que no se lo otorgarían sólo por vestirse de rojo y revolcarse encima de un piano. Él pensaba que lo merecía sobradamente, y recordaba muchos filmes (y actores y actrices) olvidables, que lo habían obtenido con mucho menos. O con nada. La película en la que Michelle realizaba aquella pequeña proeza (como lo son las grandes proezas) se llamaba: “The Fabulous Baker Boys”. A Phil le gustaba llamarla: “Los hijos de fabuloso panadero”, lo que era una traducción deliberadamente desatinada (o desatinadamente deliberada).

Phil también disfrutaba haciendo traducciones simultáneas (y cantadas) de los temas de Cole Porter o Irvin Berlin, eligiendo las peores palabras posibles (las tres “p”) en español, para las excepcionalmente buenas letras (lyrics, en inglés) llenas de sabiduría y bondad, de esas canciones. Esto ocurría en la ducha cada vez que, finalmente, decidía bañarse, y en la cocina, preparando alguno de los veinticuatro cafés (sin contar el café con leche del desayuno y el de la merienda) que tomaba por día.

Empezaba a terminar de atardecer y esa última parte del crepúsculo anunciaba que la presencia de la noche ya era inminente, cuando se levantó de la fría roca en la que estaba sentado y empezó a caminar rumbo a su casa por la vereda de la costanera que bordeaba la playa, mirando el revuelo que armaban las gaviotas, que se peleaban, suponía, por un lugar para dormir.






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Todo caso pasado fue mejor


Las luces de la “Avenida de La Costa” (en español en el original), que corría paralela a la playa, empezaban a encenderse y se trababan en una lucha sangrienta contra los restos de la claridad del día. Las luces artificiales ganaban siempre. Aquél espectáculo parecía un símbolo del destino de la lucha entre la naturaleza y la civilización, pensó Phil. O tal vez eran sólo luces y él estaba, como siempre, pensando demasiado.

Se detuvo en el camino para picar un bocado. En su departamento, lo único que había en la heladera —si es que todavía funcionaba— era frío. Podría comer gratis en el boliche de Luigi, a quien le había encontrado la esposa desaparecida. (Había “desaparecido” con el proveedor de quesos y embutidos, y “aparecido” setecientos kilómetros al norte, en el Barrio Chino de la ciudad de Los Franciscos.) Luigi iba descontando el precio de las comidas del costo de la investigación que aún no había terminado de pagarle. Este era el tipo de recurso del que Phil echaba mano cada vez que andaba escaso de efectivo, tal como, efectivamente, era el caso en ese momento.



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Peor que el frío de su heladera


La especialidad de Luigi’s (que así se llamaba el lugar —y al que Luigi mismo, sin necesidad recurrir a una agencia de publicidad, había bautizado en un arranque de creatividad) eran las pastas, y un vino Chianti que le traían de Italy, una localidad del sur de California. Pero Phil ordenó una hamburguesa (en realidad, la pidió “por favor”, como le había enseñado su madre), jugosa, de carne de cordero, en pan de centeno levemente tostado, y un café. Ya aclaramos que Phil era (y todavía es) un tipo difícil.

Mientras comía (el cordero sabía a gato y el pan de centeno —¿centenario?— sabía a viejo) y bebía su café (que estaba sabroso y bien hecho, pero tibio), sentía en la nuca la mirada fría, ardientemente fría, de Madalena, la mujer de Luigi que él había recuperado. El lado de la nuca en el que la mujer recuperada tenía fija la mirada parecía habérsele escarchado.

Una oscura (tal vez debiéramos decir fría) intuición lo llevó a revisar la hamburguesa. Encontró una hoja de afeitar escondida debajo de la salsa ketchup (¿o era su propia sangre?), y un par de tornillos y un trozo de resorte entre la carne picada.

Una vez retirados de su hamburguesa (y devueltos a la cocina con un “disculpen la molestia pero...”, como le había enseñado su madre), Phil terminó la comida, que de todos modos sabía mejor que el frío de su heladera, que pensaba reservar para el postre. Notó, sin embargo, que en el fondo de la taza de café burbujeaba una espuma blanca. No recordaba haberlo pedido con crema.

Fue entonces que sintió que la sonrisa de Madalena le escarchaba el otro lado de la nuca.

Pagó (es decir, no pagó) y se fue.

Debió haberse levantado primero, que es lo que se acostumbra hacer en esos casos, pero no lo hizo. Se fue arrastrando hasta la puerta de salida mientras el cinturón de su gabardina (ver “El caso de la pintura robada y la mesa de luz de la Ciudad-luz” para más referencias sobre esta prenda) se enredaba en las patas de las sillas y las mesas que se encontraban en su camino, tumbándolas a su paso (es decir, a su piso). Tomó nota mental (nunca disponía de su bloc y su bolígrafo en situaciones como ésa): mandarla a la tintorería.

Al llegar a la vereda, notó que un auto estacionado del otro lado de la calle, del mismo color y modelo que el suyo, tenía las cinco gomas pinchadas (era uno de esos convertibles que llevan la rueda de auxilio, a la vista, sobre la tapa del baúl). Y alcanzó a ver, o así lo creyó, a Madalena, parada en la puerta de entrada de Luigi’s, en el contraluz que producía la iluminación del interior del local, con los brazos cruzados y un pequeño cuchillo de hoja muy fina en una mano (no distinguía en cuál, ya que el hecho de que tuviera los brazos cruzados le confundía la percepción de cuál era la izquierda y cuál la derecha, problemas de lateralidad que Phil arrastraba desde su infancia). Tal como se arrastraba ahora, lateralmente (de costado por la “Avenida de La Costa”), rumbo a su casa.

Los transeúntes que habían salido a dar un paseo nocturno por la costanera no parecían notar a Phil, ni el rastro de sangre, de codos y rodillas, que iba dejando a su paso (a su paso es, claro está, sólo un modo de decir). Como una babosa sangrante, o mejor: como un caracol sin casa en busca de su casa.

Llegó. Estaba amaneciendo cuando el rastro de sangre se perdió detrás de la puerta del departamento de Phil (que él acababa de cerrar despacio, para no despertar a los vecinos, como le había enseñado su madre).



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Epílogo


Antes de caer desmayado sobre la alfombra del living donde pasaría cuatro días en estado de coma (por la comida que había comido), tomó una última nota (esta vez en su bloc y con su bolígrafo, que estaban sobre la mesita ratona en la que también estaba su tablero de ajedrez, con soldaditos de plomo reemplazando a las piezas tradicionales, y una figura de plástico —de las que se venden en las tiendas de comics— que era una réplica en miniatura de la Gatúbela de Michelle Pfeiffer, en el lugar de la reina negra). La nota decía:
“Dar por saldada la deuda de Luigi.
De ahora en más, comer en casa.”


Douglas Wright


viernes, 13 de mayo de 2011

“Eso” - 3


No hay una forma,
no hay un sistema,
ni hay unas reglas
ni un paso a paso...

Fórmulas claras,
métodos dados,
ésos no sirven,
son un fracaso.

Si eso se atrapa
o se consigue,
lo que hay de “eso”
es muy escaso...

Si eso se logra
o si se adquiere,
eso no es “eso”:
ése es el caso.

“Eso” - 2


Buscarlo es perderlo,
soltarlo es tenerlo;
dejarlo, dejarlo,
mirarlo: ¡y verlo!


miércoles, 11 de mayo de 2011

Igual que las hojas...


Igual que las hojas,
marrón y amarillo;
claro como el cielo,
radiante, con brillo...

Así ando en otoño,
calmo, luminoso;
igual que el paisaje,
yo estoy en reposo.


Esta tarde, con mi hermano...


Esta tarde, con mi hermano,
yo jugué a las escondidas;
creo que es la primera vez
que lo encontré, en mi vida.

Esta tarde, con mi hermano,
yo jugué a las escondidas;
qué lindo que es encontrarnos
a esta altura de la vida.

martes, 10 de mayo de 2011

El ladrido de un perro...


El ladrido de un perro,
el motor de algún coche,
lejos, una bocina:
los ruidos de la noche...


lunes, 2 de mayo de 2011

Yo fui chico una vez


Yo fui chico una vez
y fui chico otra vez,
y parece que chico
otra vez voy a ser.

Yo fui chico al nacer
y fui chico al crecer,
y parece que chico
otra vez voy a ser.


Yo soy chico al hablar
y soy chico al leer,
yo soy chico al oír
y soy chico al oler.

Yo soy chico al andar
y soy chico al correr,
yo soy chico al sentir
y soy chico al querer.


Yo fui chico una vez
y fui chico otra vez,
y parece que chico
siempre yo voy a ser.