sábado, 22 de febrero de 2014

5. Lágrimas oscuras sobre la loza blanca





5. Lágrimas oscuras sobre la loza blanca


I'm talkin to the shadow one o'clock till four,
And Lord, how slow the moments go and all I do is pour
Black coffee since the blues caught my eye;
I'm hangin' out on Monday my Sunday dreams to dry.

(“El tiempo pasa lento y todo lo que hago es servirme café negro...”)

(“Black Coffee”, del repertorio de Sarah Vaughan)


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El “Hector” (sin acento en el original)
      
   
      Eran las primeras horas de la tarde. Phil Martin estaba sentado en uno de los reservados del “Hector”, un Bar al que le gustaba ir solo (a pensar en los amigos que nunca había tenido y en las mujeres interesantes —morenas, atractivas, y muy, muy ricas— que nunca había conocido).
      Había sólo dos personas en el Bar además de él (que —a pesar de todo— seguía considerándose una).
      Uno, el borracho de siempre —de ése y de todos los bares. Estaba sentado en el extremo de la barra próximo a la puerta de entrada —que era doble, de vaivén, con grandes cristales biselados en los que había grabada una “H”. Hablaba solo —como lo hacía habitualmente— pero hoy no se respondía. (Tal vez la mitad que solía responderle ya estuviera durmiendo la mona.)
      El otro, un vendedor ambulante —de los que van de puerta en puerta ofreciendo sus productos. Había apoyado sobre una silla la valija con las muestras de uno que nadie necesitaba. No hasta que él se presentaba y les hacía notar a ellas —o ellos— que lo que les ofrecía era único e indispensable, que ellas —o ellos— lo habían necesitado siempre, aun sin saberlo, y que sus vidas —las de ellas y ellos— ya no podrían continuar igual sin él. El producto era infaltable, imprescindible, inigualable. ¡Era increíble! Sentado apenas en el borde de la silla —casi sin apoyarse en ella—, erguido, tenso, revolvía nerviosamente un té con limón. La cara, amarga.
   
   
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Beber o no beber
      
   
      El mozo, que se había acercado silenciosamente —sigilosamente— a la mesa de Phil, lo miraba con seria neutralidad. Había vertido, en el recipiente que Phil tenía delante de él, una pequeña cantidad de líquido oscuro —un cuarto de pocillo, aproximadamente, que era lo que se acostumbraba en ese tipo de procedimientos.
      Phil tomó el recipiente por el asa, con cuidado, para no alterar la temperatura del líquido en cuestión, lo agitó suavemente y lo acercó a la luz —que provenía de una tulipa en forma de flor en la pared de su reservado— para apreciar todos los matices (¿debido a Matisse?, se preguntó Phil) del líquido oscuro.
      El líquido se veía límpido, brillante, sin elementos de turbidez. De no haber sido así, Phil lo hubiera devuelto, retirándose del lugar inmediatamente. Por supuesto, Phil jamás hubiera vuelto por allí.
      Giró levemente el recipiente de manera que se produjeran unas pequeñas chorreaduras, denominadas lágrimas, sobre la superficie interna de la loza —que debía ser, siempre, indefectiblemente blanca. (Phil jamás hubiera bebido el líquido en cuestión en un recipiente de color: blanco, sólo blanco, y nada más que blanco —un poco en el tono de esa verdad que había jurado decir atestiguando en algún juicio.) De acuerdo a la separación de las lágrimas que caían, Phil podía determinar la procedencia: cuanto más separadas unas de otras, de más al sur del continente era el producto (de Colombia o de Brasil, por ejemplo, o de Guatemala, Costa Rica, Honduras, Ecuador, Venezuela...). El que le habían dado a probar era —casi con seguridad— de Brasil.
      Phil continuó con la verificación bajo la mirada paciente y respetuosa del mozo —que seguía cada paso del procedimiento como quien mira a un artista en plena labor. Apoyó la base de la nariz sobre el borde del recipiente, y aspiró profundamente. El golpe aromático subió por las fosas nasales y recorrió los rincones más profundos —y más íntimos— de su cerebro. Dio algunas vueltas y luego, con un cosquilleo, se instaló en la parte de atrás de su garganta. Apareció frente a él la imagen de una selva tropical, verde, exuberante; una bandada de papagallos multicolores levantó el vuelo con un bullicio ensordecedor (hasta aquí, podría tratarse de cualquier selva sudamericana); y, con una playa de arena blanca como telón de fondo, empezaron a sonar los acordes de “Garota de Ipanema”. Eso sí lo confirmaba: ¡Brasil!
      Ahora llegaba el momento más importante de la operación —tan esperado y tan temido a la vez. Llevó el recipiente blanco —inmaculado— a los labios, y tomó un sorbo pequeño. Aspiró un poco de aire por la boca para hacerlo burbujear (algo que podía parecer un gesto de mala educación), y dejó que el líquido se abriera camino, lentamente, en el interior de su boca (como buscando su destino, pensó Phil). Entonces las sensaciones se potenciaron al máximo. Phil se concentró en la lengua —donde percibió los sabores básicos—, y luego en el resto de la boca —donde una infinidad de matices sutiles invadió todo su paladar. Aquél era el punto culminante en el que el sabor se volvía uno con el aroma, y el líquido revelaba su más íntimo secreto: el bouquet.
      Phil estaba con el recipiente en la mano —los ojos cerrados, concentrado, absorto. Nada en su aspecto o en sus gestos indicaba aún el veredicto. El semblante del mozo pasó de serio-neutro a serio-preocupado. Con Phil, la cosa era sumamente delicada, y jamás se podía estar seguro. Había echado por tierra el prestigio de más de un local respetable —ése era un riesgo que se corría con él.
      Depositó lentamente —delicadamente— el pocillo sobre el pequeño plato que estaba frente a él (que, seguramente, esperaba tan inquieto como el mozo el resultado de la degustación). Entonces Phil abrió los ojos y los fijó en los del mozo. Una sonrisa imperceptible —que tal vez no lo fuera— se esbozó en su boca cuando finalmente dijo:
      —El café está bueno, Luis. Sírveme uno doble. Negro. Sin crema ni azúcar.
      —Por supuesto, señor Martin, como siempre —contestó el mozo. Debajo de su apariencia serena, algo en él había renacido.
      Llenó la taza de Phil (del señor Martin) con una enorme cafetera metálica —que tenía un mango de madera que le permitía manejarla hábilmente con leves giros de muñeca—, y se retiró tan silenciosamente como se había presentado.
   
   
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Epílogo
      
   
      El vendedor de imprescindibilidades se retiró —apurado— para continuar con su recorrido.
      El borracho cayó desmayado sobre la barra —volcando todo lo que tenía por delante.
      Una mujer morena, atractiva —y con apariencia de ser muy, muy rica—, se sentó en la mesa contigua a la de Phil, dando señales evidentes de querer entablar —al menos— una conversación.
      Pero Phil no registró nada de aquello: tomaba su café (sólo tomaba su café, y nada más).    
   
   
      Douglas Wright


martes, 18 de febrero de 2014

4. De llamadas equivocadas, polillas, y la sana costumbre de no contestar el teléfono





4. De llamadas equivocadas, polillas, y la sana costumbre de no contestar el teléfono


“The winds of March that make my heart a dancer
A telephone that rings but who's to answer?
Oh, how the ghost of you clings
These foolish things remind me of you.”

(“El teléfono suena pero ¿quién lo ha de atender?”)

(“These Foolish Things”, del repertorio de Frank Sinatra)


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Actividades matutinas


      Era una mañana tranquila. Phil se entretenía mirando cómo una polilla del tamaño de una bola de naftalina se paseaba por el borde de su escritorio. Hacía media hora que estaba dedicado a aquella in-actividad. Había una cierta cualidad hipnótica en aquél ejercicio (como en aquellas técnicas orientales de meditación que intentaban vaciar la mente mediante la observación fija de un imaginario punto blanco). De este modo Phil se sustraía —al menos por un rato— de la tensión a que lo sometía su profesión de investigador privado (privado de investigación, por el momento).
   
   
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Teléfono silencioso
      
   
      Hacía mucho que no resolvía un caso. Hacía mucho que no se le presentaba un caso para resolver —ni siquiera de aquellos que abandonaba por la mitad o rechazaba de entrada (de salida, mejor dicho).
      El teléfono no había sonado en mucho tiempo —empecinado en un mutismo de plástico negro. (Un ejemplo para los charlatanes que abundaban en todos lados, pensaba Phil —en la radio, en la televisión, en la política, en la religión...)
      La silla destinada a los clientes había juntado tanta tierra que Phil creía poder cultivar —con cierta probabilidad de éxito— alguna variedad enana de tabaco, y ahorrar así una parte del (muchísimo) dinero que gastaba en cigarrillos.
   
   
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Bullicio para oídos y narices


      Por la ventana abierta subía el ruido de Cahuenga Avenue como si una orquesta absurda de autos animados (como aquél de “¿Quién engañó a Roger Rabbit?”, por ejemplo), tocando pitos y cornetas, entre chirridos de gomas y frenadas, estuviese dando un concierto desconcertante debajo de su oficina. El humo de los caños de escape reemplazaba el olor a encierro (“en la variedad está el gusto”, rezaba el dicho popular).
      Al fondo, detrás del aire contaminado, y más allá de los caseríos de lata del “Barrio Latino” (¿se llamaría así por eso?), se alzaban las crestas del “Cerro de Las Anguilas” (nombre que padecía de ciertas contradicciones internas), y del “Cerro Mayor” (que era el menor de la cadena montañosa a la que pertenecía, pero había sido escalado por un Mayor del ejército, y obtenido así su nombre). Podían haber estado en otro lado —o no haber estado en absoluto—, el aire era tan espeso que era imposible verlos.
      No soplaba ni una gota de viento (a Phil siempre le había llamado la atención aquella expresión en la que confluían lo líquido y lo gaseoso). El tufo de la ciudad —un cóctel sutil de monóxido de carbono, frituras baratas, excrementos de perros y orines de gatos, y fermentos dulces de las cloacas semi-tapadas por las hojas caídas de los árboles el otoño anterior— estaría rondándolos —a Phil, a su polilla, y a todos los habitantes de Las Anguilas— hasta la próxima lluvia. Una verdadera porquería.
      De repente (¿de qué otro modo, si no?) sonó el teléfono. Una nubecita de polvo se levantó del aparato negro como si fuera la representación visual del sonido que emitía (lo único que faltaba era que pegara un salto en el aire y se agitara hacia los costados como en los dibujos animados —de esos que Phil veía siempre que podía llegar a su casa a la hora de la merienda). Ésa —llegar a su casa a la hora de la merienda— había sido una de las causas de que abandonara casos, o directamente no los tomara (en especial, si se enganchaba con alguna historia que continuaba día tras día, de la que no quería perderse ni un solo episodio).
      Había pensado grabarlos, y mirarlos tranquilamente al llegar a su casa por la noche, después de cenar en lo de Luigi’s (un restaurante que había vuelto a frecuentar desde que la esposa de Luigi —esa que lo había querido asesinar con la comida envenenada— se había vuelto a escapar con el proveedor de embutidos, para no regresar más), pero Phil no se llevaba bien con los botoncitos, con los controles, y con los programas de las grabadoras de video.
      Pero volvamos al teléfono. Estaba sonando sobre el escritorio polvoriento —como todo lo que había en su oficina (incluido él mismo)— emitiendo sonidos extraños, un poco roncos y disfónicos (dis-telefónicos). Parecía que la campanilla se había olvidado —debido al prolongado silencio— que su idioma estaba compuesto por sonidos como “RIIING” y “DING”, y no “BRÜÜNJ” o “GLUPF”. O tal vez el óxido había cambiado el timbre de su voz.
      Lo que también voló por el aire —junto con el polvo del teléfono— fue la polilla de Phil, aquella que tan pacientemente (con una paciencia de sabio oriental) venía observando como a un imaginario punto blanco.
      En su mente en blanco —como aquél punto imaginario— se instaló —igual que un punto negro— el mal humor. Ése era uno de los riesgos de dejar la mente en blanco: a veces se llenaba con cualquier porquería.
      Ya le había ocurrido antes —abstraído frente a los soldaditos de plomo desplegados sobre el tablero de ajedrez, o frente a la Gatúbela de plástico (modelo Pfeiffer, con látigo y todo)—, su mente en blanco, vacía, relajada, se había llenado con los gritos de las discusiones de los vecinos del departamento contiguo; con las frituras que subían del boliche de la planta baja (que hacía el peor pescado frito de toda la ciudad); o con el ruido de los autos de los adolescentes que corrían carreras por la “Avenida de La Costa” (en español en el original).
      Dejó el teléfono sonar diecisiete veces (o cuarenta y seis, ya no lo recordaba) mientras se servía un vaso de whisky de la botella que guardaba en la cajonera del archivo. “Que espere, quienquiera que sea”, pensó. (Después de todo, había espantado a su polilla y se lo merecía.)
   
   
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Las rubias que fueron
      
   
      Se sentó en su sillón destartalado y se puso a pensar en qué tipo de rubia sería la que llamaba a esa extraña hora de la mañana (eran las 9:57 A.M.).
      ¿Sería una rubia lánguida, anémica, como Hellen Hampshire?, aquella de “El caso del caballo de carreras extraviado de Lord Sussex de Essex” (el caso con más “eses” y “equis” en el que había trabajado).
      ¿O sería una rubia agresiva, como Katrin Krustoff?, a quien había conocido en Praga mientras trabajaba en “El caso de la calle robada” (aquél en el que una banda de traficantes de arte había robado una calle entera, de punta a punta, con edificios históricos y todo).
      Tal vez la que llamaba era una rubia seductora, como la secretaria (muy ejecutiva) del director de los estudios “Golden-Wyng-Brothers”. La había conocido cuando intentaba recuperar un rollo de película pornográfica que había filmado en su juventud (como lo habían hecho tantas famosas de Hollywood) la actriz que estaba protagonizando el film que los estudios rodaban en ese momento: ”La nana blanca y los diecisiete hijos del Capitán”. (Un musical lacrimógeno y moralizante, pensaba Phil.) Lauren Anderson había sido muy generosa con él (como lo había sido con casi todos los del estudio —y los demás estudios también).
      Tal vez fuese una rubia vulgar la que lo llamaba, pequeña y activa como la hija del panadero de “El caso (sin resolver) de las masas dulces saladas y el pan que no leudaba”. Había sido un asunto de sabotaje industrial, en medio de la lucha que mantenían las dos mega-panificadoras de L.A. por el monopolio de la industria del pan y su distribución en todo el estado —y en todos los estados: crudo, cocido, tostado, entero y en rebanadas.
      Lala D’Angelo y él habían comido masas finas —y gruesas— desnudos sobre las vitrinas de la panadería, en los horarios en que permanecía cerrada al público; se habían revolcado sobre la masa lista para hacer el pan —salándola con el sudor de sus cuerpos enardecidos—; y habían hecho el amor —como quien hace la guerra— al calor del horno de leña que permanecía encendido —como ellos— toda la noche, sobre la tabla enharinada de la pesada mesa de madera.
      Sabía que no podía ser (la “no-vegetal”) Glenda porque estaba de viaje por alguna selva sudamericana (de las que iban quedando pocas, pensaba Phil), realizando, junto con el doctor Wilkins, un estudio de campo sobre las “bromelias” (la relación entre aquella planta y la índole de los bromas que hacían los habitantes de L.A. era el asunto de su investigación). Así se lo había hecho saber en una postal que —lamentablemente— mostraba la selva tropical, y no a la exuberante Glenda.
      Por fin, levantó el receptor.
      Del otro lado de la línea se escuchó un sonido hueco (como el de los caracoles que, siendo un niño, encontraba en la playa), y luego una voz cascada que preguntó:
      —¿Hablo con el “Instituto Geriátrico Última Alegría”?
      Era una llamada equivocada —lo mismo que las últimas cientoveintisiete. Phil lo sabía con exactitud porque llevaba la cuenta en una libreta de tapas duras. Se había prometido elevar una queja formal antes de llegar a las doscientas. Y eso haría.
   
   
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Epílogo


Phil pasó las siguientes cientoveintisiete horas de su vida haciendo trámites en las oficinas de la empresa telefónica de L.A. —Las Anguilas Telephone & Telegraph Company— a razón de una hora por llamada equivocada. Al llegar a su departamento —cinco días y siete horas más tarde— se preguntó si aquello había valido la pena. Phil Martin siempre se hacía preguntas para las que no tenía respuesta. Phil Martin era —y aún es— así.
Mientras se preparaba un trago largo —ancho, y profundo— en la enorme copa de plata que había obtenido como trofeo en un torneo de badmington, el teléfono comenzó a sonar de repente, como lo hacía en su oficina.
Phil se sumergió plácidamente en el sillón que estaba frente a la mesita ratona y comenzó a jugar con los soldaditos de plomo sobre el tablero de ajedrez.
Tenía por costumbre no contestar el teléfono de su casa.


Douglas Wright


sábado, 15 de febrero de 2014

3. Las botas del botánico y el aspecto positivo de la deshidratación





3. Las botas del botánico y el aspecto positivo de la deshidratación


       Ginger Rogers le pega un sonoro sopapo a Fred Astaire cuando él  le propone matrimonio, y luego se marcha enojada. Fred se acaricia la mejilla y exclama radiante:
       —¡Me ama!
     
       (Fred Astaire y Ginger Rogers —entre baile y baile— en “Sombrero de copa”)


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Parque verde versus “Green Environmental”


      Frisbee Wilkins —el “doctor” Frisbee Wilkins— era un botánico (un “botanista”, como diría un personaje de una serie de televisión mal doblada —o un “botanicista”, si el doblaje fuese muy malo). Tenía su lugar de trabajo dentro del Parque Botánico de L.A. (que antes se había llamado “Parque del Sauce”, y que la nueva administración municipal había rebautizado como “Green Environmental Resource & Research Center”). No dejaba de ser —cualquiera fuese su nombre— un gran espacio verde lleno de plantas (muchísimas) y de árboles (altísimos), algunos centenarios (más que aquél pan de centeno de la hamburguesa de “El caso de la mujer des-aparecida y las ventajas de la comida casera”). Un lugar lindo, lleno de energía, en el que Phil solía dormir alguna que otra siesta en las calurosas tardes de verano.
      Era precisamente una de tarde de ésas —no porque Phil durmiese la siesta sino porque hacía muchísimo calor, y era verano. Estaba parado en la galería de entrada de un edificio de estilo colonial (de la época en que el lugar se llamaba ”Parque del Sauce” y no “Green Environmental, etcétera”) que era parte del remoto pasado español, allá en la pre-historia de Las Anguilas. Un pasado que nadie parecía recordar. Un pasado que todos hacían un gran esfuerzo por olvidar. Un pasado que nadie —salvo Phil— tenía presente.
   
   
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Algo no tan verde
     
   
      Las paredes eran de estuco blanco (Phil pensaba que el estuco debía ser rojo —por aquello de “es tuco”— pero sabemos que Phil pensaba cosas que no debía pensar).
      Dio tres golpes secos —seguramente debido al clima característico de L.A. en verano— con un llamador (un “llama-door”, pensó él) de un metal blanco que parecía plata —pero que no debía serlo o no hubiese durado hasta ese momento colgado del marco de la puerta. Era pesado y tenía labradas unas hojas de estilo recargado. El llamador no tenía nada que ver con el edificio, aunque sí con la actividad que se realizaba en él: allí funcionaban las oficinas del doctor Wilkins y el equipo de botánicos (y “botanistas”) que trabajaban para el “Green Environmental...”, ex “Parque del Sauce”.
      Estaba con la mano sobre el llamador, a punto de golpear por cuarta vez (cada vez que sonaban esos “toc-toc-toc” Phil se sentía como un juez y le daban ganas de decir “silencio en la sala”), cuando una mujer joven abrió la puerta.
      Aquí podríamos describir la hermosa puerta de algarrobo labrado al modo colonial, pero preferimos describir a la mujer que la sostenía abierta.
      Era rubia, pequeña y rellenita (“redondeadita”, pensó Phil), y contrastaba agradablemente con la vegetación del parque. Vestía un guardapolvo blanco sin abrochar, sandalias de cuero crudo de estilo Franciscano (aunque Phil pensaba que los padres Franciscanos hubieran tenido serios reparos en admitirla en su orden sólo por las sandalias), unas bermudas de tela de vaquero que estaban a punto de perder la lucha por contener sus redondeces, y una remera rosa, ajustada y escotada en “v” (un poco como aquellos pulovercitos ajustados de “cashmir” que Lana Turner —¿la llamaban así por los pulóveres?— usaba directamente sobre la piel, allá por los años cincuenta). Contenía las dos cosas (siempre venían en pares) menos vegetales que Phil hubiera visto jamás.
      Mientras luchaba por levantar la mirada de la parte inferior de la “v” del escote, su mano derecha continuaba aferrada el llamador de metal blanco.
      Los ojos de la joven fueron de los ojos de Phil al llamador de metal. Posándolos nuevamente en los de Phil, dijo:
      —Si le gusta tanto puedo hacer que se lo envuelvan para regalo.
      —¿Qué? —balbuceó Phil.
      —El llamador —dijo la rubia, mirando la mano de Phil.
      Recién entonces Phil notó que su mano —como si fuera algo que no le perteneciese— aún lo sostenía. Sorprendido, lo soltó de golpe (¿de qué modo si no, siendo un objeto cuya función era precisamente esa?). El llamador dio un último “toc” desganado, y quedó inmóvil sobre su cuna de metal.
      —¿El doctor Wilkins? —dijo, recuperando algo de su compostura (que nunca había sido mucha, de todos modos).
      —No, soy Glenda —respondió la joven.
      —Me refiero a que deseo ver al Doctor Wilkins —Phil aún le hablaba a la “v” del escote.
      —Al parecer,  no es lo que “sus ojos” desean ver —dijo Glenda, esta vez paseando la mirada desde su escote hasta los ojos de Phil.
      —Perdón —dijo Phil, con voz quebrada—. Hace mucho que no—... se disponía a explicar, cuando un sonoro sopapo lo interrumpió.
      —Pase—dijo Glenda, con la mano del sopapo todavía en el aire—, el doctor lo está esperando.
      —Gracias —dijo Phil, frotándose la mejilla en la que cinco diminutos dedos se empezaban a dibujar en rojo.
      —Fue un placer —respondió Glenda.
      Phil pasó delante del escote con sandalias que sostenía abierta la pesada puerta de madera de estilo colonial mientras detectaba en Glenda cierta cualidad frutal (“pomelos”, pensó).
   
   
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Un hombre para los nombres (todos verdes)
     
   
      Frisbee Wilkins (el “doctor”) no tenía cualidades frutales; su aspecto era —más bien— todo lo opuesto al de Glenda.
      Era un hombre —para empezar— alto, delgado, con anteojos de enormes cristales que todo el tiempo reflejaban alguna luz blanca (ocultando los ojos grises que había detrás). Nariz aguileña —grande, pero no demasiado. Pulcro de autoclave. Guardapolvo blanco —crujientemente almidonado— sobre un traje gris oscuro con finísimas rayas blancas del que sólo se veía la parte inferior de los pantalones por debajo del guardapolvo. La chaqueta colgaba de un perchero de madera oscura —también de estilo colonial— que descansaba en un rincón de la oficina. (Glenda le gustaba más, mucho más, pensaba Phil.)
      Frisbee le tendió una mano, no para estrechar la de Phil (la relación entre ambos no llegaría a ser tan estrecha) sino para indicarle —con un gesto que le pareció un poco autoritario, aunque no descortés— la silla en la que debía sentarse. El doctor se sentó del otro lado de un gran escritorio de madera (sí, también oscuro, y también colonial) como para indicarle, con su ejemplo, lo que esperaba que Phil hiciera en la silla que estaba de su lado. Un sutil juego de lenguaje corporal que Phil ignoró por completo quedándose de pie junto a la ventana. (“Uno a cero”, pensó Phil mirando a Wilkins hablarle desde abajo y con el cuello torcido.)
      Luego de unas pocas palabras de presentación, éste lo invitó a salir. Caminaron por un sendero que se internaba en el corazón del parque —un corazón metafórico, por supuesto, ya que todo en él era estrictamente vegetal. Parecía el sendero de un bosque. Los árboles eran muchísimos y variados, y aquellos que para Phil eran tan sólo “arboles”, en boca de Frisbee se convirtieron en personajes específicos, con nombres propios y características particulares (aunque no tan específicas, ni tan particulares, como las características de Glenda, pensó Phil).
      El aire se llenó de palabras tales como “cedro azul”, “alerce”, “secuoya roja”, “avellano” y “cerezo”. Le contó que existían seiscientas especies de “roble”; que al “haya”, la gente poco instruida la conocía con el nombre de “haiga”; que había una variedad de “pino” denominada “Silvestre”, pero no existía el “pino Tweety” (lo que Phil consideró como un acto de tardía, merecida y reparadora justicia). Le mostró una variedad de “ciprés” —de hojas gruesas, grotescas, que crecían arremolinadamente como un ascendente fuego verde— que había sido mutado tomando como modelo los cuadros de Van Gogh (Phil sintió un poco de miedo). Le aseguró que el “alcornoque” era el árbol más terco de todos, un verdadero cabeza dura. Le señaló el abedul en el que colgó su ropa cierta mozuela, que la había ido a lavar al arroyuelo, de la que hablaba una canción de “Les Luthiers”, un grupo del lejano sur (si es que el sur aún existía, pensó Phil).
      Le dijo que en el parque convivían “fresno” y “castaño”, “álamo” y “sauce”, “plátano” y “nogal”. “Arce”, “araucaria”, “manzano” y “cerezo”... (a Phil le pareció que estaba nombrando la formación de un equipo de fútbol arbóreo).
      Le mostró un “baobab” (como aquél de “El Principito”, pensó Phil), y le señaló un “enebro” debajo del cual un grupo de costureras practicaba con sus agujas.
      Phil ya estaba mareado de tanto nombre y tanta explicación.
      El botánico, entusiasmado, continuó con un montón de nombres que él no había oído jamás: “laburno”, “hicoria”, “zumaque”, “tejo”... (“¡basta!”, pensó Phil en un grito silencioso). La presencia de un imponente edificio de cristal puso fin, al menos por un rato, a aquella enumeración escandalosa.
   
   
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Una jaula de cristal para la selva de Tarzán
     
   
      Parecía la versión transparente del Capitolio, y era casi tan grande como él (al menos eso le pareció a Phil —que era un poco exagerado en sus pareceres). Una inmensa cúpula se levantaba en medio de su fachada rectangular, y estaba íntegramente construído con varillas de metal y paños de vidrio (un paraíso para esas sopranos que hacían estallar copas de champagne, pensó Phil). Había visto el edificio antes, siempre de afuera, y siempre de lejos.
      Entraron por una puerta ubicada en uno de los extremos. Desde allí, el lugar parecía una estación terminal de trenes —inglesa y antigua— colocada por una mano gigantesca encima de la selva de Tarzán.
      El doctor Frisbee retomó sus agotadoras explicaciones en las que sobresalían “microclima”, “temperatura ambiental” y “variedades tropicales”. La cabeza de Phil estaba tan saturada de palabras como esa jaula de vidrio lo estaba de plantas. (El tipo no sólo tenía dedos verdes, ¡también tenía verde el cerebro!)
      Allí cada “bicho” —ya que eso parecían los especímenes que había en el lugar— tenía un cartelito con su nombre. Con dos nombres, en realidad. Arriba, uno incomprensible, escrito en letras mayúsculas y lleno de “X”, “Y” y “V”, con palabras que terminaban en “UM” y en “IS” (los nombres en latín, pensó Phil). Debajo, entre paréntesis, uno que él sí podía entender (más o menos).
      Ni bien entró, un helecho le acarició la mejilla del sopapo (a Phil le pareció que el helecho le sonreía pícaramente, y volvió a pensar en Glenda —la “no-vegetal” Glenda).
      Una gran variedad de “musgos” y “líquenes” se extendía por las paredes de vidrio interrumpiendo la entrada de la luz y generando sectores umbríos, misteriosos.
      Le llamó la atención la gran cantidad de nombres que hacían referencia a los animales: “cola de caballo”, “uña de gato”, “diente de león”. (“¡El reino vegetal entra en contacto con el mundo animal!”, pensó, y en su mente se dibujó el gran titular de un periódico amarillista —el “Botanical Times Review”, el “Saturday Evening Plants” o el “Green Globe”, por ejemplo— anunciando la noticia en letras de catástrofe.)
      Cuando llegaron a las “orquídeas”, Frisbee le explicó que existían dieciocho mil especies diferentes (Phil pensó que si las nombraba a todas, él mismo terminaría convertido en una planta).
      Al pasar debajo de las “lianas” Phil imitó el grito de Tarzán, pero Wilkins no pareció entender de qué se trataba —y la educación formal del doctor le impidió preguntar. (Distintas formaciones, distintas culturas, pensó Phil. Recordó a Glenda y volvió a pensar: “Yo Tarzán, tú Jane”.)
      Una red de calles interiores —anchas como avenidas, angostas como pasillos o cubiertas como túneles— los conducían hacia el sector que se hallaba debajo de la cúpula: allí había algo que Wilkins quería mostrarle.
   
   
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Primera deshidratación
     
   
      A medida que avanzaban el calor se iba haciendo cada vez más insoportable —algo que sólo Phil parecía notar. Cualquiera en esas circunstancias se hubiera quitado el abrigo (una gabardina, en el caso de Phil). Cualquiera —claro— menos Phil (y —tal vez— el Humphrey Bogart de “Casablanca”). Aquella prenda (ver “El caso del cuadro robado y la mesa de luz de la Ciudad-luz”) era el símbolo de su espíritu de detective, de investigador privado, de sabueso sagaz. Era lo último que Phil se quitaría (y fue lo último que se quitó).
      En el cruce de las calles “lirio” y “pasionaria” Phil se quitó la chaqueta que llevaba debajo de la gabardina. (Notó al pasar que el “lirio japonés” era igual al “lirio” común, pero amarillo —y no quiso ni pensar cómo sería el “delirio”.) En la avenida de las “rosas” se quitó primero la camisa y luego la corbata (que no lucía nada bien sobre la piel transpirada). Al llegar a la intersección de “geranio” y “amapola” sólo llevaba puestos los calzoncillos debajo de la gabardina que chorreaba agua. Mientras tanto, Frisbee seguía fresco como una lechuga (por usar una comparación a tono con el tono de la historia).
   
   
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Las botas del caso
     
   
      Cuando llegaron al centro del edificio, justo debajo de la cúpula, Phil había terminado por quitarse la gabardina, que llevaba colgada del brazo junto con el resto de la ropa. Su orgullo profesional (de detective sagaz, etcétera) estaba por el piso, y su capacidad deductiva (que nunca había sido mucha) era nula.
      Fue en ese momento que Frisbee Wilkins le dijo sin preámbulo:
      —Las botas del botánico desaparecieron anoche.
      —¿Qué botas? ¿De qué botánico? —preguntó Phil desconcertado.
      —Las botas de Clusius, un botánico del siglo XVI. Eran una reliquia. Estaban en aquella vitrina, bajo llave.
      En el centro del sector de la cúpula, Phil pudo ver un mueble pequeño, antiguo, con puertas de vidrio. Las puertas estaban abiertas y no parecían haber sido forzadas, y adentro no había botas. No había nada, salvo un cartelito igual al que anunciaba los nombres de las plantas, en el que se leía: “Botas de Clusius, siglo XVI”.
      Phil, que a esa altura ya estaba completamente deshidratado, le pidió a Frisbee autorización para llevarse la vitrina a su oficina y allí poderla estudiar exhaustivamente. Le aseguró que su investigación avanzaría más rápidamente si contara con la asistencia de (la glandular) Glenda.
      Wilkins accedió inmediatamente a los requerimientos de Martin. Las botas eran la reliquia más preciada del “Parque” (“Green etcétera”), y su posición en la organización (“Green etcétera”) se vería seriamente comprometida si su desaparición llegaba a trascender (podía imaginar los grandes titulares del “Botanical Times Review” o del “Green Chronicle”: “¡Las botas de Clusius le patean el trasero a Wilkins!” o: “¡Frisbee de patitas en la calle por un par de botas!”).
      El resto fue fácil. Phil encontró las huellas dactilares de una variedad de planta carnívora, una “drosácea atrapamoscas” (de esas que tienen hojas como fauces con las que atrapan a los insectos cerrándolas sobre ellos como una trampa mortal —¡ugh!).
      Al parecer, aquella “drosácea” en particular había desarrollado habilidades que le permitían caminar; había robado las llaves —sin que Frisbee se diera cuenta— metiendo sus hábiles hojas en el bolsillo del guardapolvo del doctor; había caminado silenciosamente sobre la punta de sus raíces —mientras las demás plantas y los cuidadores dormían— hasta la vitrina donde estaban guardadas las botas; las había tomado, se la había calzado, y había huído. Así de simple.
      Phil la encontró a veinte kilómetros de allí, en el Depósito Municipal de Basura de Las Anguilas, dándose una gran panzada de moscas. Había engordado diez quilos.
   
   
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Epílogo (segunda deshidratación)
     
   
      Phil pasó las dos semanas siguientes con Glenda, en su departamento, con el pretexto de que la necesitaba junto a él (debajo y encima de él, en realidad) para asistirlo en la difícil tarea de redactar el informe final —tan lleno de términos técnicos específicos de la Ciencia Botánica en los que Glenda (al igual que en ciertas cuestiones de anatomía) era una experta.
      Cuando finalmente entregó el informe al doctor Wilkins, Phil había adelgazado tantos quilos como los que la planta ladrona había engordado. Atribuyó la pérdida de peso a la deshidratación sufrida en el invernadero, según le explicó al doctor mientras se se despedía de él en la galería de estilo colonial. Junto al llamador de plata, Glenda sonreía.

   
Douglas Wright


miércoles, 12 de febrero de 2014

Un refugio de madera





Un refugio de madera


Para Chachy (Carlos Oviedo),
músico (guitarras, sikus, charangos),
constructor de cabañas (que son un remanso y un abrigo)
y, por sobre todo: amigo.

Letra y música, guitarras y voces: Douglas Wright



Un refugio de madera
es la casa de mi amigo;
una cabaña de palos,
un remanso y un abrigo.

La chimenea, de piedra,
las paredes, de tablones;
guitarras, sikus, charangos
y mantas en los sillones.


Esta cabaña de palos
es un refugio escondido;
un abrigo y un remanso
es la casa de mi amigo.

Maderas en las paredes,
en el techo y en el suelo;
maderas por todos lados
y en las ventanas, el cielo.

Un refugio de madera.


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Canción: Un refugio de madera


martes, 11 de febrero de 2014

Algo como algo



Algo como algo 


1.

Anteojos como miradas,
micrófonos como voces,
vestidos como personas
y jarabes como toses.

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2.

Pensamientos como cosas,
palabras como verdades,
realidades como sueños,
sueños como realidades.

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3.

Plástico como madera,
plástico como metal,
plástico como papel,
plástico como cristal.  


Douglas Wright 


viernes, 7 de febrero de 2014

Un refugio de madera




Un refugio de madera 


Un refugio de madera
es la casa de mi amigo;
una cabaña de palos,
un remanso y un abrigo.

La chimenea, de piedra,
las paredes, de tablones;
guitarras, sikus, charangos
y mantas en los sillones.

Esta cabaña de palos
es un refugio escondido;
un abrigo y un remanso
es la casa de mi amigo.

Maderas en las paredes,
en el techo y en el suelo;
maderas por todos lados
y en las ventanas, el cielo.


Douglas Wright