miércoles, 5 de marzo de 2014

6. La semana perdida de Phil Martin


   
   

6. La semana perdida de Phil Martin

     
       Bill Murray se despierta, como cada mañana, para descubrir que está viviendo el mismo día una y otra vez. Baja a desayunar al comedor de la hostería donde se hospeda. Desconcertado, le pregunta la encargada:
       —¿Tiene usted déjà-vu, señora Lancaster?
       —No lo creo —contesta ella—, pero puedo preguntar si tienen en la cocina —agrega solícita.
       
       (“Hechizo del tiempo” —Groundhog Day)
      
      
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Lunes
      
   
      Era lunes. Phil lo sabía porque el día anterior había sido domingo. Y sabía que el día anterior había sido domingo porque había arrastrado durante todo el día la resaca de la borrachera de la noche del sábado que, si bien no era la única borrachera de la semana, era sin dudas la peor. (Un calendario infalible, pensaba Phil.) Además, así lo indicaba el reloj con calendario —redondo, cromado y analógico— ubicado en el centro del tablero de control de su auto: lunes, 16 de abril, 13 horas. (Le parecía estar escuchando la voz grave, sobria, del locutor de la radio cultural de L.A. —ésa que emitía música clásica las 24 horas. Le encantaba la voz de ese locutor que se tomaba todo el tiempo del mundo para pronunciar cada palabra —total, la música clásica no tenía apuro, pensaba Phil.)
      Phil Martin iba al volante de su cupé convertible color tabaco (del color exacto del tabaco de los cigarrillos “Dromedar” que acostumbraba fumar sin descanso —“si uno hace algo, debe hacerlo bien”, pensaba). Recorría uno de los caminos de tierra y pedregullo que subían, ondulantes, las colinas que se encontraban al oeste de Las Anguilas. (Las Anguilas: pensaba que bautizar así a la ciudad había sido un gran desatino —anguilas era lo único que no había visto jamás, ni siquiera en los folletos de las agencias de turismo.)
      Podía ver —por el espejo retrovisor— cómo la ciudad se alejaba detrás del polvo que levantaban los neumáticos de su auto. Desde allí —a esa distancia y a esa altura — se veía claramente la cúpula de smog que la cubría como un paraguas gris (o tal vez fuera sólo el humo de las hamburgueserías y los negocios de pescado frito lo que flotaba por el aire esperando que la brisa del mar lo disipara.) El aire de la montaña era otra cosa: era aire.
      El camino llegó a una bifurcación. En la punta de un palo torcido, dos carteles de madera reseca indicaban: hacia la derecha, “Old-Town, Entrada” y hacia la izquierda, “Old-Town, Salida”.
      El camino de la izquierda —el de salida— terminaba a pocos metros de la bifurcación. De allí en adelante no había más pedregullo, sólo un corto sendero de pasto que se fundía con un prado verde. Más allá, los árboles se cerraban sobre el paisaje como un telón.
      Phil notó —o le pareció notar— que tres ardillas, que estaban en uno de los árboles que bordeaban el sendero interrumpido, lo miraban. Le dio la impresión de que reían en voz alta —y hasta le pareció que una de ellas lo señalaba con su manito rosada.
      Phil tomó el camino de entrada. (Pensó que aquella bifurcación le presentaba una opción falsa —como muchas de las que se le habían presentado en su vida: una de las opciones era imposible de elegir, entonces no tenía más remedio que optar por la otra.)
      Se dirigía a Old-Town a pedido de una mujer anciana, de una señora de edad avanzada, de una dama entrada en años (de una vieja, ¡bah!). Le había enviado una carta incluyendo una buena cantidad de dinero a modo de anticipo (un tipo de dinero que, en muchos casos, Phil no llegaba a cobrar ni siquiera al final).
      Era tan frecuente que no pudiera cobrar su trabajo que Phil había pensado cambiar el letrero pintado en la puerta de vidrio de su oficina, en el que se leía “investigador y detective privado”, por uno en el que se leyera “sin-vestigador y des-tective privado”. La única palabra que conservaría sería “privado” (privado de casos, privado de soluciones, privado de sus honorarios —que muy pocos hacían el “honor” de pagarle).
      Había pensado dedicarse a otra actividad (ser un tranquilo hombre de familia, por ejemplo, atendiendo un tranquilo comercio en un tranquilo pueblo de provincia, pero para ello debía conseguir una familia tranquila, un comercio tranquilo y un pueblo tranquilo, y eso lo intranquilizaba).
      Encendió un “Dromedar” en un acto reflejo (más reflejo aún debido al brillo encandilante de su encendedor de acero pulido “Ron & Sons”).
      No sabía si la acción de succionar su cigarrillo (¿succión?, ¿sacción?) lo calmaba y lo alejaba de aquellos pensamientos (y de tantos otros con los que solía divagar con demasiada frecuencia), o si el hecho de mirar el dibujo del dromedario impreso en el paquete —parado en medio del desierto, con una pirámide de fondo y tres palmeras a modo de oasis— lo transportaba a un mundo de ensueño que lo alejaba de todas sus angustias.
      (Aquél era un desierto arquetípico —mejor, mucho mejor que el desierto real. Un desierto de coreografía barata de viejas películas de Hollywood —de aquellas en las que Rodolfo Valentino hacía de “Sheik de Arabia”, o por donde andaban Cary Grant y sus compinches en “Gunga Din”, por ejemplo. No el desierto de “Lawrence de Arabia”: ése decididamente no. Tampoco el desierto de “El desierto viviente” de los documentales de Disney, y menos aún el desierto de cualquiera de las dos versiones de “El viejo y el mar” —la de Spencer Tracy y la de Anthony Quinn— en las que no había ningún desierto —“había tanto desierto en esas películas como anguilas en Las Anguilas”, pensaba Phil.)
      El cigarrillo de Phil parecía haberse fumado a sí mismo mientras él soñaba con desiertos. Estaba encendiendo un nuevo “Dromedar” cuando el reflejo de su acto —aquél brillo de su encendedor de acero pulido— lo encandiló y por un instante perdió el control de su auto. Fue a dar de lleno contra un árbol que estaba al costado de la ruta. Alcanzó a ver —como en un fogonazo—a tres ardillas similares a las que estaban en el árbol de la bifurcación de la salida de Old-Town. Lo señalaban con sus manitos rosadas, y se reían en voz alta (con unos chillidos agudos, en realidad).
      Cuando despertó, estaba anocheciendo. Su cabeza había golpeado contra el volante del “Backhard” —que era la marca de su cupé marrón (tal vez llamada así por lo duro del asiento, que le dejaba la espalda dolorida). Pudo ver, en el espejo retrovisor, una “B” de un color rosa azulado en medio de su frente. El chichón tenía la forma del logotipo que estaba grabado en relieve en el centro del volante. (Pensó que podría venderles la idea a los creativos de la agencia de publicidad de la empresa automotriz —ellos le encontrarían el ángulo positivo, como lo hacían con todo—: “el auto que uno no puede quitarse de la cabeza”, o algo así.)
      Phil caminó hasta Old-Town. A diferencia de otros pueblos viejos que habían sido inventados para el turismo —y en los que se podía ver a actores disfrazados de cowboys—, Old Town era realmente viejo.
      Parecía el pueblo abandonado de una vieja película del Oeste — y hasta se lo veía en blanco y negro en la penumbra del atardecer, ya casi entrada la noche. Sólo faltaban las matas de pasto seco (¿eran eso?) que el viento arrastraba por las calles de tierra donde un vaquero solitario caminaba rumbo a la cantina (igual que caminaba él —como un vaquero solitario— rumbo al hotel).
      Entró al “Old Old-Town Hotel” (un nombre poco ingenioso, tratándose del hotel viejo de un pueblo viejo; o tal vez hubiera por ahí un “New Old-Town Hotel”, que él no había visto —o quizá la cuestión era, simplemente, que en Old-Town no había agencias de publicidad).
      Un viejo flaco y nervudo —con unos bigotes a lo Mark Twain— estaba sentado detrás del mostrador de la recepción. Parecía estar muerto. El golpe de Phil sobre la campanilla oxidada —que también hizo un ruido oxidado— lo revivió el tiempo suficiente para que le entregara la llave de la habitación. La llave era grande, estaba llena de herrumbre, y colgaba de un llavero de madera —que pesaría como medio kilo— en el que se podía ver un despintado número 13.
      Phil preguntó si había otra habitación disponible (no por aquello de la “mala suerte” —en la que no creía— sino sólo “por las dudas” —en las que sí creía) pero la única disponible —además de la suya— era la número 1313. Phil decidió conservar la que tenía (con un 13 ya era suficiente, pensó).
      Su habitación estaba —como todas las demás— en el primer piso. El baño más próximo —según le había informado el resucitado— estaba también en el primer piso —pero en el primer piso de la sucursal que el hotel tenía en el pueblo vecino, a quince kilómetros de allí. Phil debería contener sus necesidades. Todos los que se hospedaban allí deberían hacerlo (es decir: no deberían hacerlo).
      Subió las escaleras de madera crujiente (todo en el hotel parecía estar hecho de lo mismo) y pasó frente a las puertas de las otras habitaciones, buscando el número de la suya. La primera —y más próxima a la escalera— era la -1313. (“Qué extraño”, pensó Phil, “un número negativo”.) Siguiendo por el pasillo, pasó primero frente a la -13, y luego llegó hasta donde estaba la suya —la número 13—; unos metros más allá, alcanzó a ver la habitación 1313 (ésa que le había ofrecido el flaco nervudo). Al fondo de todo —en la penumbra del tramo final del pasillo— alcanzó a ver el número de la última puerta: la número 131313.
      Phil abrió la puerta crujiente y caminó por los tablones crujientes hasta la cama crujiente. Se desvistió y se acostó —con dos crujidos, el de la cama y el de sus huesos—, y le pareció que las sábanas y las mantas también crujían cuando se tapó. Se durmió al instante (lo que no le sucedía nunca, ni siquiera cuando estaba muy cansado —pero eso no alcanzó a pensarlo).
      El sueño —sin sueños— fue como un profundo pozo negro, un pozo sin fondo.
      Cuando despertó, era de día y manejaba su cupé por un polvoriento camino de tierra y pedregullo hacia una bifurcación donde un par de carteles indicaba la entrada y la salida a Old Town. Las tres ardillas que estaban en el árbol lo miraban y reían.
     
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Martes
      
   
      Phil tomó el camino de la derecha —“Old-Town, Entrada”— sin detenerse ni dudar.
      El reloj del tablero marcaba las 13. El día era el martes 17 de abril. Phil tuvo la sensación de haber vivido aquella situación con anterioridad (¿déjà-vu, la llamaban?).
      Entonces le pareció recordar (o tal vez lo imaginó —como imaginaba tantas cosas) a tres ardillas —como las que acababa de cruzar—, un brillo —como el de un espejo—, y el golpe de su cabeza contra el volante.
      Estaba buscando en el espejo retrovisor un chichón en su frente en forma de “B” cuando, detrás del espejo —y del parabrisas de su cupé—, una mancha marrón creció rápidamente. El tronco de un árbol se le fue encima, y un golpe seco contra el volante —seco como el clima de aquella mañana campestre— lo desmayó.
      Atardecía. Comprobó en el espejo que la “B” de color rosa azulado estaba ahí (¿otra vez?), y empezó a caminar hacia el pueblo.
      Y luego: hotel viejo, viejo medio muerto en la recepción, habitación crujiente —incluidas mantas y huesos— y pozo negro (sin fondo, como el pozo de los sueños).
   
   
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Miércoles
      
   
      Cuando despertó, Phil manejaba su cupé por el sendero de polvo. Al llegar a la bifurcación, tuvo la certeza de que la situación se repetía por segunda vez (“ya no un déjà-vu”, pensó, “sino un déjà-déjà-vu”). El primoroso reloj indicaba las 13 del miércoles 18.
      Tomó el camino que se abría a la derecha —aminorando la marcha por precaución. Tuvo el cuidado de no encender un “Dromedar” —aunque sentía que lo necesitaba desesperadamente (“como sólo se necesita lo innecesario”, pensó). Tampoco buscó el extraño chichón en su frente (nada debía distraer su atención del camino). Su meta era llegar a Old-Town y encontrar a la vieja que le había enviado aquella carta enigmática junto con el dinero del sustancioso anticipo.
      A Phil le parecía que el trabajo no requería de un detective, pero lo había aceptado para pagar el alquiler atrasado de su departamento. Si le sobraba algo de dinero, se obsequiaría una suculenta cena en un buen restaurante. (Phil estaba un poco cansado de comer en lo de Luigi —aquél de “El caso de la mujer des-aparecida y las ventajas de la comida casera”—, que ahora tenía una nueva mujer: Sofía. A Phil le parecía que —al igual que la anterior, Madalena— ésta también lo engañaba con alguno de los proveedores —esos que siempre proveían, pensaba Phil. Y también pensó que Luigi debería dedicarse menos a las pastas y más a la carne —o tal vez la cuestión era que, simplemente, le gustaban así: engañadoras —“¡Engañadoras, qué buen título para un bolero!”, volvió a pensar.)
      Tres ardillas se cruzaron en su camino. Sus brillantes reflejos (ahora sin necesidad del encendedor pulido) fueron más rápidos que su voluntad de no desviarse del camino donde un árbol (¿el mismo de siempre?) lo estaba esperando.
      Golpe. Atardecer. Chichón en “B”. Hotel viejo, viejo medio muerto, crujidos y pozo. Fondo, no. Sueño, sí.
   
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Jueves
      
   
      “¡Nada, absolutamente nada, debe desviarme de mi camino!”, pensó Phil. Y nada, absolutamente nada, debía desviarlo del encuentro con la vieja de la carta —cuyo mensaje empezaba a cobrar un vago sentido (además del sentido, menos vago, de haber cobrado por adelantado). Ni brillos, ni encendedores, ni espejos retrovisores reflejando letras “B”, ni brillantes reflejos de conductor.
      Phil iba rígido contra el rígido respaldo de su Backhard —y el reloj marcaba las 13 del día jueves— cuando uno de los neumáticos reventó.
      El ruido del reventón —como el de un disparo— asustó a las ardillas de los árboles circundantes, que salieron corriendo en todas direcciones. Sólo tres permanecieron en su lugar. Lo esperaban, riendo, encima del árbol de siempre que —como siempre— lo esperaba para venírsele encima.
      Otra vez lo mismo, y luego el pozo del sueño.
   
   
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Viernes y sábado (en ese orden)
      
   
      El viernes y el sábado —con algunas variantes— fueron más de lo mismo.
      Un día, el polvo del camino nubló los ojos de Phil; el otro, la dirección de su auto falló.
      El árbol y las ardillas siempre estaban allí, esperando y riendo.
      El reloj del tablero de madera marcaba siempre la misma hora: las 13.
      Una de las noches, el viejo no estaba en su puesto y Phil había tomado la llave de la habitación número 13 por su cuenta. La otra, el bigotudo le había entregado la llave de la habitación 1313 diciéndole que era la única disponible (las otras habían sido tomadas por una silenciosa partida de cazadores de ardillas). La 1313 era una réplica exacta —en aspecto y crujidos— de la número 13 —que Phil ya conocía como la palma de su mano (bastante mejor, en realidad, ya que no miraba con frecuencia la palma de su mano).
      Lo demás, igual: pozo sin fondo, sueño sin sueños.
   
   
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Domingo
      
   
      El domingo lo encontró —una vez más— rumbo a Old-Town. Cuando llegó a la bifurcación, sin pensarlo, giró bruscamente hacia la izquierda. Anduvo unos pocos metros por el sendero de pedregullo —y unos pocos más por el sendero de pasto— hasta que entró en el prado verde que se abría a continuación, entonces Old-Town apareció ante él como detrás de una niebla. Parecía un espejismo, ondulante, vibratorio —como algo visto debajo del agua o a través de las reverberaciones del calor del desierto. Era la primera vez que veía Old-Town de día. No sólo era un pueblo viejo, parecía abandonado.
      En la recepción del hotel no había nadie —vivo o muerto. Subió al primer piso por las escaleras crujientes. La habitación número 13 (al igual que todas las demás —que eran una réplica exacta de ella) estaba abandonada. Vidrios rotos, camas desvencijadas y sin colchón, alfombras raídas, tablas del piso peligrosamente sueltas.
      Salió a la calle principal, y buscó la casa de la vieja de la carta. Lo que encontró fueron unos restos a punto de derrumbarse. Los yuyos del jardín, secos; los tablones del frente, desclavados; la puerta de entrada, entreabierta y con las bisagras vencidas, sin cerradura ni picaporte. (Nadie podía vivir allí, ni siquiera un fantasma, pensó Phil.)
      Las casas de la vecindad —las contiguas, las de la vereda de enfrente, y las que se podían ver desde allí— estaban en las mismas condiciones (desacondicionadas, pensó).
      Parado en el sendero de entrada que atravesaba el jardín de yuyos secos al frente de la casa, Phil decidió que no había nada que hacer allí. Paseó por última vez su mirada por todo aquél abandono, y dio media vuelta para regresar a su cupé.
      El rabillo de su ojo percibió —o creyó percibir— un reflejo tenue detrás de una de las ventanas de la planta superior. O tal vez era el brillo de su encendedor con el que —esta vez sí— encendía el ansiado “Dromedar” (“tan refrescante como un sorbo de agua en el desierto del dibujo del paquete”, pensó —sin duda, tendría que contactarse con la agencia de publicidad de la empresa tabacalera).
      Los neumáticos de la cupé levantaron una nube de polvo, como una estela color tabaco, detrás de Phil y su frustración. El humo de su cigarrillo —como una de las larguísimas estolas de Isadora Duncan— se enredaba inofensivamente en las ruedas de su Backhard (la de Isadora se había enredado en las de la Bugatti de su amigo, y aquello le había costado la vida).
      Phil continuó por la calle principal —tal vez la única del pueblo. Por su lado pasaron casas a punto de derrumbarse —como la de la vieja—, jardines baldíos y polvorientos —con arbustos pinchudos y árboles secos—, una herrería derruida, y un establo destartalado (desestabilizado, pensó Phil). Un sendero de pedregullo lo llevó hasta la bifurcación. Transitaba, en sentido inverso, el camino de entrada.
      Pasó frente al árbol con el que había chocado (que lo había chocado a él, pensaba Phil) seis veces. “La séptima es la vencida”, se dijo —recreando el dicho popular.
      Dejó atrás los carteles de “Entrada” y “Salida”, y le pareció ver por el espejo retrovisor, detrás de la nube de polvo, a las tres ardillas de siempre que, sobre el árbol que bordeaba el sendero de la izquierda, lo señalaban y reían chillonamente. Pero Phil ya no las oía.
      Recorrió el camino de vuelta a L.A. sin sorpresas ni contrariedades (ni brillos, ni reflejos, ni reventones, ni ardillas cruzándose por delante). Sólo una víbora muerta en medio de la ruta que —un auto primero y muchos después— habían pisado antes que él. O tal vez era sólo la piel que una serpiente en apuros había abandonado con rapidez al ver que un auto, o un camión, se le venía encima. (Qué interesante sería si uno pudiera hacer lo mismo, pensó Phil.)
      Decidió pasar por su oficina, antes de ir a su casa, para recoger la botella de whisky que guardaba en uno de los cajones del archivero (a diferencia de todo lo demás que guardaba en esos cajones, el whisky era lo único que mejoraba con el tiempo —tal vez por eso le gustaba).
   
   
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Epílogo
      
   
      Abrió la puerta de vidrio de su oficina —aquella en la que había pensado poner “sin-vestigador y des-tective privado”— y entró sin encender la luz. Sacó la botella del cajón del archivero, y se prometió tirar todo aquello en los cajones que no mejorara con el tiempo.
      La carta de la anciana (ya que había fracasado en su misión al menos volvería a referirse a ella con respeto) estaba sobre su escritorio, junto al sobre abierto.
      El papel era amarillento y apergaminado. En una caligrafía antigua y elegante (escrita con una de esas plumas que se mojan en un frasquito de tinta —de olor profundo y alcohólico) se podía leer —aún en la penumbra— lo siguiente:
      “Me llamo Mary Hopkins Appleton Smith. La gente —y en especial mis nietos— me conoce como “Granny Smith” —tal vez por mi afición a comer manzanas de esa variedad.”
      “Soy una mujer muy mayor. En primer lugar, por mi edad avanzada y, en segundo, por ser la viuda de un Mayor del ejército —unos años menor que yo.”
      “Deseo contratar sus servicios para que me saque de este pueblo. Por motivos que no puedo revelarle, me resulta imposible hacerlo por mi cuenta.”
      “Vivo en una casa de mi propiedad, ubicada en el número 13 de la calle principal de Old-Town.”
      La carta estaba fechada un viernes 13 de abril de 1898 —lo que Phil había atribuido a un error tipográfico, o a cuestiones de la memoria (la falta de ella) de la venerable anciana (ya no más “vieja”).
      Del sobre abierto asomaba la punta de un fajo de billetes verdes. Eran 1.200 dólares de dinero Confederado, anterior a la Guerra de Secesión, que ahora valdrían una fortuna para coleccionistas y museos.
      Era un precio demasiado alto (una recompensa inmerecida, pensaba Phil) por un trabajo —otro más— que no había podido completar.


Douglas Wright


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